lunes, 26 de diciembre de 2011

PALABRA DE DIOS: ADÁN Y EVA

     Génesis, capítulo 1 al 3.

   En el principio, creó Dios los cielos y la tierra. La historia es conocida.
   Dios creó la Tierra, pero no la creó de un tirón: la creó por partes.
   Primero la tierra, sola y a oscuras.
   Después le agregó luz.
   Después separó las aguas de lo seco.
   Después hizo brotar las plantas y los árboles.
  Después de eso, recién después, creó el sol y la luna, que son como lámparas grandes que flotan alrededor de la Tierra, y creó las estrellas. No entiendo cómo había luz el primer día si aún no habían sido creados estos elementos; pero no importa, sigamos.
  Después creó los peces y las aves. Y los bendijo. Sed fecundos y multiplicaos, les dijo, y henchid las aguas en los mares —cómo me gusta decir henchid; y multiplíquense las aves sobre la tierra.
   A garchar que comienza el mundo.
   Después creó los animales terrestres.
   Y recién después de eso, creó al hombre.
   Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza, dijo Dios. No sabemos bien a quién se lo dijo. Pero en esta primera parte, Dios habla mucho con ese Otro, el co-creador.
  Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en sus narices aliento de vida.
   Un hombre. Uno solo. Y lo puso en el jardín de Edén.
   Este jardín estaba lleno de toda suerte de árboles gratos a la vista y buenos para comer. Además del árbol de la vida, y del árbol del conocimiento del bien y del mal.
  De todo árbol del jardín podrás libremente comer, le dijo Dios al hombre (que hasta dentro de un capítulo, no comienza a llamarse Adán —o Adam, según la versión—), mas del árbol del conocimiento del bien y del mal, no comerás; porque en el día que comieres de él, de seguro morirás.
  Respecto a esto último, mi viejo siempre contaba un chiste pelotudo. Decía que Adán se apellidaba Pérez, porque Dios le había dicho: «Si comes de ese árbol, Pérez serás».
  Después, Dios le fue trayendo los animales a Adán, uno por uno, para que este les pusiera nombres. (1)
   —A ver, Adán… ¿Este cómo se llama?
   —Eeeh… Vaca.
   —¿Y este?
   —Eemmmhh… Perro.
   —¿Y este?
   —¿Quedan muchos, viejo? ¿No podemos hacer otra cosa?
  Una vez que Adán le hubo puesto nombre a tooodos los animales del mundo, Dios dijo: No es bueno que el hombre esté solo; le haré una ayuda idónea para él. Durmió a Adán y le sacó una costilla. De esa costilla, hizo una mujer. Y le trajo esa mujer a Adán, como antes le había traído a los animales.
   Esta vez, hueso es de mis huesos y carne de mi carne, dijo Adán. Esta será llamada Hembra, porque del hombre fue ella tomada.
   Después Dios se fue. A hacer sus cosas, con el Otro, el co-creador.
  Y en un momento en que la Hembra —que no se llama Eva hasta dentro de diecinueve versículos— estaba sola, la encaró la serpiente, que era ladina.
   —Che —le dijo—, ¿así que el viejo no les deja comer de ningún árbol?
  —No —dijo ella—, sí que nos deja. Podemos comer de todos los árboles menos de uno que está en el medio del jardín; porque Dios dice que si comemos de ese, nos vamos a cagar muriendo.
   La serpiente se rió.
  —¿Eso les dijo? Los está verseando, boluda… No se van a morir un carajo. Lo que pasa es que el viejo hijo de puta sabe que si comen de ese árbol, vuestros ojos serán abiertos, y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal.
  Todos sabemos lo que sucedió entonces. La Hembra comió del árbol prohibido, y dio de comer también a su marido. Y ambos se hicieron conocedores del bien y del mal. De lo primero que se dieron cuenta, fue de que estaban en bolas. (2) Y como estar en bolas es malo, ahí nomás cosieron unas hojas de higuera y se hicieron calzones.
  Después escucharon la voz de Dios, que se paseaba en el jardín al fresco del día —y que venía hablando con el Otro, claro—, y corrieron a esconderse entre los árboles.
   Dios llamó a Adán.
   —¿Dónde estás?
   —Acá… —dijo Adán—. No, lo que pasa es que escuché que venías y me agarró cagazo, porque estaba en pelotas…
  —¿Quién te dijo que estabas en pelotas? Vos no habrás comido del árbol del cual te mandé que no comieses
   —La mujer que pusiste aquí conmigo me dio del árbol, y comí.
   La manda al frente sin dudarlo. Háganselo a Julia, como en 1984.
  —¿Qué es esto que has hecho? —le preguntó, entonces, Dios a la Hembra.
   —La serpiente me engañó, y comí —respondió ella.
   Dios los castiga por orden de culpabilidad.
   Primero, a la serpiente.
   —Por cuanto has hecho esto, maldita seas más que toda bestia, y más que todo animal del campo; sobre tu vientre andarás, y polvo comerás todos los días de tu vida.
  De lo cual podemos deducir que, antes, la serpiente tenía patitas. O flotaba.
   Segundo, a la mujer. La célebre maldición:
  —Haré que sean muchos los trabajos de tus preñeces; con dolor parirás a tus hijos; y a tu marido estará sujeta tu voluntad, y él será tu señor.
   Me gustaría saber qué opina de esto último Gabriela, de Por H o por B, amiga de la casa, que en su blog ha hecho recientemente unos  análisis de cuentos tradicionales infantiles y del papel que desempeña la mujer en los mismos.
   Y por último, Dios castiga al hombre.
   —Por cuanto escuchaste la voz de tu mujer, y comiste del árbol del que te mandé, diciendo, no comerás de él, maldita sea la tierra por tu causa; con trabajo comerás de ella todos los días de tu vida, y te producirá espinos y abrojos, y comerás de las plantas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra de donde fuiste tomado; porque polvo eres, y al polvo tornarás.
  A este tipo —y a esta mina— le debemos nuestra jornada de —con suerte— ocho o nueve horas diarias de trabajo. Porque antes de la cagada que se mandó, bastaba con estirar la mano para alimentarse.
  Y ahora viene una parte muy importante, de la que habla Bakunin en Dios y el Estado.
  He aquí que el hombre ha venido a ser como uno de nosotros, le dice Dios al co-creador, conociendo el bien y el mal; ahora pues, no sea que extienda la mano y tome también del árbol de la vida, y coma y viva para siempre.
   Dios no quiere que el hombre se convierta en su par, quiere mantenerlo subyugado. Por eso, lo expulsa del jardín de Edén, y, para guardar su entrada y evitar que el hombre acceda al árbol de la vida, coloca unos querubines y una espada de fuego que daba vueltas por todos lados, vigilando. (3)
   Una espada de fuego sola. Sin mano que la empuñe.
   Re de fantasía heroica.

     (1) Génesis 2:19
     (2) Génesis 3:7
     (3) Génesis 3:24

lunes, 19 de diciembre de 2011

NO LES MIENTAS A TUS HIJOS

   Oído al pasar.
   Saliendo del laburo. A media cuadra. Un muchacho con una sola pierna suele pedir monedas a los autos en la esquina.
   Delante de mí va una nena, de cinco o seis años, de la mano del padre.
  —Pa, ¿cuándo va a comprarse una pierna de plástico ese chico? —pregunta.
   El padre duda. Después de unos segundos, responde:
   —El año que viene.
   No les mientas a tus hijos.

domingo, 11 de diciembre de 2011

¿OTRA VEZ, GUILLERMO?…

   Día de ayer. Tren de la Costa, estación Libertador. Baño público.
 Estoy escuchando God of thunder, de White Zombie, en el MP3 mientras meo. Me lavo las manos. Hago caras frente al espejo. Termina el tema. Apago el reproductor.
   Una voz me habla desde el fondo del baño.
   —¿Tenés hora?
   Dios, cambiá el modus operandi, hijo de puta…
  Una paredcita separa los lavabos de los mingitorios y retretes. Retrocedo un paso para ver a mi interlocutor, sabiendo de antemano de quién se trata.
 Guillermo asoma la mitad del cuerpo desde adentro de uno de los sanitarios.
   Contacto visual. Repite.
   —¿Tenés hora?
   —¿Otra vez, Guillermo?… —le pregunto.
  Parece que no me escucha. O es uno de esos muñecos a los que les apretás la panza y dicen lo mismo una y otra vez. Se señala la muñeca.
   —¿Tenés hora?
   —¿Otra vez, Guillermo?… —repito.
   Cae.
   —¿Te conozco?
   ¿Te olvidaste de mí? Pensé que ya éramos amigos.
   —Comprate un reloj, Guillermo —le digo, y me río.
   Sonríe. Me da la impresión de que cada vez le faltan más dientes. Mira hacia un costado como pidiéndole explicaciones a la cámara. Creo que él también escucha las risas grabadas.
   Salgo del baño. Voy al patio de comidas. Me pido un té con leche y un tostado. Comienzo a escribir esto en mi cuaderno. «Creo que él también escucha las risas grabadas» me parece un buen remate. Pero no sé si esto terminará acá, porque pienso pasar por el baño antes de irme. Depende de vos, Guillemo. Esto lo estamos escribiendo juntos.
   De nuevo a los mingitorios. Asomando del sanitario, media cabeza y un ojo. Alimaña descarnada de la noche. Gollum urbano.
   Meo.
   —Perdón, eh… —dice levantando la mano en son de paz.
   El mismo diálogo de la última vez. Estoy pensando que es un muñeco con cuatro botones en la panza —¿Tenés hora?, ¿Te conozco?, Perdón y ¿Le tenés miedo a esto?— cuando me sorprende con una nueva línea.
   —Si querés, me das una patada en los huevos y listo, eh…
   Vaya que eres un enfermito, muchacho…
   Río.
   Me lavo las manos. Me alejo. Vuelvo a escuchar su voz.
   —¿Te parece grande?
   Ahora la encuesta es otra.

domingo, 4 de diciembre de 2011

GENTE EXTRAÑA: AUGUSTO Z (Capítulo Final)

   —Hola. ¿Augusto?
   —Hola, Guillermo. ¿Cómo estás?
   —Bien…
   —Vos siempre estás bien…
  Me quedé. Me pareció que estaba bromeando, pero no entendía el sentido del chiste. Prosiguió.
   —A esta altura nos conocemos de sobra. Vos a mí y yo a vos.
  No bromeaba. El tono era grave. Yo seguía sin entender qué estaba sucediendo. No me dio tiempo a preguntar nada.
   —Te lo digo en serio: no quiero que nos molestes más. Ni a mí ni a mi familia —dijo, y me cortó.
   Seguí unos segundos con el tubo en la mano, sin terminar de caer.
   Esa noche, lo fui a buscar a Juan a la salida de la escuela nocturna en la que él estudiaba. Me dio vuelta la cara. Me quedé parado viendo cómo se tomaba el colectivo sin haberme dirigido una palabra. Aguzando el oído, casi llegaba a escuchar la musiquita de La dimensión desconocida.
   Llamé un par de veces más. Atendió Augusto. Corté.
   Até cabos y saqué la conclusión de que este tipo creía que era yo el que se metía en su casa utilizando técnicas de control mental, para succionarles energía a él y a su familia. La idea me parecía totalmente descabellada, pero otra cosa no se me ocurría. Y recordaba lo raro que Augusto se había comportado la última vez que nos habíamos visto.
   Le conté mi teoría a un amigo, Mariano M.
   Me miró extrañadísimo.
   —Boludo, ¿no pensará que te drogás y que sos una mala influencia para el hijo?
   Consideré la idea.
   —No creo…
   —O que sos puto y te lo querés levantar…
   —Que en vez de chuparle la energía a la familia, le chupo la pija al hijo. Te entiendo, lo tuyo parece más creíble; pero me parece que es lo que digo yo.
   No sólo dejó de hablarme la familia, sino también la gente que yo había conocido a través de ellos. Así: de un día para el otro. Todo un círculo de personas.
   ¿Por qué no fui a tocarles el timbre para pedirles explicaciones?
   Timidez. Supongo.
   Tampoco me parece que sea muy prudente tocarle el timbre a un tipo que cree que sos un vampiro energético y tiene una pistola en la guantera.
   Les mandé una carta a modo de despedida. Una carta medio lastimera, como era mi estilo en esa época. Obviamente, no recibí respuesta.
  Pasó el tiempo. ¿Cuánto? Meses, un año. Un día sonó el portero eléctrico en casa y atendió mi hermana. Puso cara de extrañeza.
   —Es Juan —me dijo.
   —¿Juan?
   Bajé a recibirlo. Me saludó como si no hubiese sucedido nada. Como si hubiésemos estado distanciados un tiempo, pero por motivos razonables. Nos contamos, superficialmente, qué había sido de nuestras vidas, a quién habíamos visto, a quién no. Nos burlamos de Germán P. Después me informó el objeto de su visita.
   —Te vengo a devolver los libros Elige tu propia aventura que le habías prestado a mi hermana. ¿Te acordás?
   —No, no me acordaba. No hacía falta, boludo… Yo ya no los leo.
   —Tomá, boludo, es lo que corresponde: son tuyos.
   —Como quieras…
   Comenzó a despedirse.
   —Bueno, Guille, hablamos…
   —Dale… Llamame vos, porque yo no sé si llamarte…
   Se quedó unos segundos en silencio.
   —A veces creo que me estoy volviendo loco… —Me tendió la mano. Se la estreché—. Te llamo.
   Otra vez. ¿Por qué no le pregunté abiertamente?
   Timidez. Miedo a confrontar.
    Pero el tiempo pasó y me hice más duro.
  Me corté la chotame cogí a una viejaconviví con alienados, me mordió un perro, me operé un pulmón, me atravesé un dedo con una reja. Cuando volví a cruzarme con Juan Z, a comienzos de este año, yo ya no era el mismo tipo.
   Aunque parezca increíble, con él me pasó lo mismo que con Guillermo el exhibicionista: me lo volví a encontrar justo cuando comenzaba a escribir el borrador de esta historia. Este blog tiene la propiedad de resucitar muertos.
  Fue en el patio de comidas del Coto de Libertador, en Olivos. Lo reconocí al instante, estaba prácticamente igual. Tal vez un poco más parecido al padre que cuando éramos chicos. Mi primer impulso fue ir a encararlo. Estaba atravesando una etapa de cambios en mi vida, en la que le di cierre a un montón de cuestiones pendientes, y no pensaba desaprovechar esta oportunidad. Pero había una chica con él y no me pareció adecuado abordarlo en esas circunstancias.
   Igualmente, después de hacer mi pedido, me instalé en una mesa desde la que podía observarlo con comodidad. Tomé mi té, me puse a leer. Cada tanto lo miraba. Después me enfrasqué en la lectura y dejé de prestarle atención. Hasta que se hizo la hora de seguir mi camino. Levanté la vista. La chica estaba sola. Probablemente, Juan había ido al baño. Y yo tenía ganas de mear. Bien, bien, bien, me dije, el destino así lo quiere.
   No parecía sorprendido de encontrarme. Evidentemente, él también me había visto en el patio de comidas. Otra vez me saludó como si nada y nos pusimos al día con nuestras vidas. Habían pasado doce años desde la última vez que nos habíamos visto. Él había estado viviendo en Ecuador, enseñando computación a chicos de una escuela de frontera. Me pareció muy lindo que se hubiese dedicado a eso. Allá había conocido a su pareja, la chica que lo estaba esperando en la mesa, y los dos se habían venido a vivir a Buenos Aires hacía apenas unas semanas. Hablamos de cómo se estaban adaptando al ritmo de la ciudad, al cambio de clima. Le conté algunas cosas mías. Y la charla empezó a volverse intrascendente. Otra vez a quién viste, a quién no. Pero en esta ocasión no me iba a ir sin obtener lo que me proponía, o al menos intentarlo.
   —¿Tu viejo sigue con el tema de los bajos astrales?
  Ya estaba incómodo antes. Mi pregunta lo incomodó más aún. Se rió nervioso.
  —No… ¿Te acordás?… No, ya no anda en eso… Mi vieja y mi hermana hacen reiki, pero de los bajos astrales ya no se habla más.
   Había metido una cuña para abrir el camino. Ahora, al asalto directo.
   —¿Tuvo algo que ver con el tema de los bajos astrales el que tu viejo me cortara el teléfono aquella vez y ustedes se distanciaran de mí como se distanciaron?
   Creo que no se esperaba algo tan frontal. Seguía riéndose de nervios. Se movía mucho. Un pasito para un lado, un pasito para el otro. El bailecito, como le decía un director de teatro con el que trabajé, cuando en el escenario los actores se movían de más por inseguridad.
   —¿Eh?… No… Nada que ver… No fue por eso… No me acuerdo… ¿Mi viejo te cortó?
   —Sí.
   Reproduje la conversación de aquella vez.
   —¿Eso dijo?
  —Sí. ¿Yo era muy pesado, Juan? ¿Iba demasiado a tu casa? ¿Molestaba?
   —No… —Mencionó a un conocido—. Fulano sí, por ejemplo. En las vacaciones se instalaba en casa y no lo sacabas más. Hasta que un día le tuve que decir. Pero vos no… Nada que ver…
 Listo. Descartada la hipótesis más razonable. Él podría haberla aprovechado de excusa. Pero no lo hizo.
   —¿Y entonces?
   —No me acuerdo…
   Bien. El sujeto se niega a colaborar. Vamos a tener que golpear más fuerte.
   —¿Y el día que caíste de la nada en casa para devolverme los Elige tu propia aventura que le había prestado a tu hermana? ¿Te acordás?
   —Sí… Creo que sí…
   —Ese día me dijiste que a veces creías que te estabas volviendo loco.
   —¿Eso te dije?
   —Sí, me dijiste eso.
   Reproduje el diálogo. Tengo una caja negra en la cabeza.
   Se rió.
   —Sí… No sé… No me acuerdo… Tal vez lo dije por mi viejo… No sé…
   O.K. ¿Más duro? Mirá que tengo un Plutón fuerte, Juan, y puedo ser más escorpiano que un escorpiano.
   —¿Vos te acordás de que tu viejo se metió al río con el agua hasta el pecho y se puso el arma en la boca?
   Se rió.
   —¿Eh?
   —Y decía que había sido manipulado por bajos astrales. Me lo contó a mí, pero creo que a vos te lo había contado también. ¿No?
   —Sí… Creo que sí…
  —Me parece que tu viejo se estaba sugestionando demasiado con el tema, y por una charla que tuvimos una vez, de vampirismo energético, llegué a la conclusión de que me cerró la puerta de su casa porque creía que yo les chupaba energía. Salvo que fuera porque era muy cargoso y los visitaba demasiado seguido.
   —No sé, Guille… Te juro que no me acuerdo… Pasó mucha agua bajo el puente.
   Diablos, vaya que eres un hueso duro de roer…
   Era evidente que no iba a sacar nada en limpio. Le quité la lámpara de la cara y lo desaté de la silla.
   —Bueno, ya no importa, Juan. Es como decís vos: ya pasó mucha agua bajo el puente. Solo que hubiese querido saber de qué se trataba. Pero da igual.
  Volví a los temas intrascendentes. Le señalé que se había elegido un lugar muy ruidoso para merendar. Lleno de máquinas de videojuegos, el único lugar de la Tierra en el que siguen existiendo.
   —Hay que volver a adaptarse a tanto ruido después de haber vivido allá, ¿no?
   Esta vez no prometimos llamarnos.
  Nos estrechamos la mano, nos palmeamos el hombro, nos deseamos suerte.
   Que el agua nos lleve. Estamos en paz.

lunes, 28 de noviembre de 2011

GENTE EXTRAÑA: AUGUSTO Z (Parte 5)

  Ese fin de semana había pasado algo distinto. Centenares de bichos, como de costumbre. Pero también algo más.
   —¿Qué cosa? —pregunté.
   Estábamos los dos solos en la cocina. A esa altura, Juan se encerraba en su habitación hasta que terminábamos de hablar de esos temas.
  —Alguien se metió en la casa. Una persona, no un bajo astral. Usando técnicas de control mental.
   —…
   —Alguien que conozco. Eso es lo más terrible.
  Como no mencionó quién era, preferí no preguntar. Por algo estará omitiendo el dato, me dije.
   —Lo más terrible es la sorpresa. La decepción.
  Alcé las cejas y meneé la cabeza. Le pasé el mate. Lo dejó a un costado.
   —Esta vez, el brujo de mi cuñada la tenía con Emilia. Todos los bichos se los mandaba a ella. Sobre todo al chakra de la garganta. No es casual. Está todo calculado. El tipo sabe el problema que tiene Emilia con la tiroides. Por eso la ataca ahí. Y yo, dele sacar bichos. Hasta las dos de la mañana. Que es cuando el tipo corta. A veces termina ahí y se va a dormir. Otras veces se toma un descanso nomás, de una hora. Ya le tengo calados los tiempos. El de la pendeja corta más temprano. Es un pendejo también. Corta a las doce y se va a bailar. Me lo dijo mi espíritu guía. Entonces yo sé que a partir de las dos tengo un receso. Si no es el corte definitivo, por lo menos me da un respiro para prepararme para el último ataque. Así que termino de sacar los bajos astrales y cargo de energía a toda la familia. Siempre hago lo mismo. Pero esta vez pasaba algo raro. Le daba energía a Emilia y ella se sentía mejor, como siempre; pero al rato se caía de nuevo. «¿Qué pasa? ¿Hoy no cortó, el hijo de puta? ¿Hoy hace horas extra?» Pero no. Consultaba con el péndulo y mi espíritu guía me decía que no: Emilia ya no tenía bajos astrales. ¿Qué pasaba, entonces? Yo la cargaba de energía y era como si algo se la chupara…
   —…
  —Y todo el tiempo me sentía observado. Como una presencia. «Acá hay alguien», me dije. «Acá hay alguien. Estoy seguro.» Y le pregunté a mi espíritu guía.
   —…
   —Y sí: había alguien. Esta persona que te digo.
   —¿Se metió en la casa?
   —Sí.
   —¿Con técnicas de control mental?
  —Sí. No era un viaje astral. Era una técnica de visualización creativa. Esta persona sólo entraba con la mente, pero también sabía cómo crear un canal desde Emilia para sacarle energía.
   —Qué raro… ¿Eso hacía?
   —Sí… Un vampiro energético… A mí no me parece tan raro.
   —¿Por?
   —Porque está lleno de vampiros energéticos. A veces son los que menos te imaginás. Y sabiendo técnicas de control mental, esta persona pone todo su conocimiento al servicio de su única finalidad: robar energía.
   —…
   —Los vampiros son así: es lo único que saben hacer. Son parásitos…
   Dijo esto con una mueca de desprecio. Y se me quedó mirando.
   —¿Querés otro mate? —me preguntó.
   —No, gracias.
   —Mejor. Suficiente por hoy.

domingo, 20 de noviembre de 2011

GENTE EXTRAÑA: AUGUSTO Z (Parte 4)

   —¿Cómo andás, Augusto?
   Expresión de agotamiento. Más segundos de silencio que de costumbre.
   —Cansado… Muy cansado…
   —…
   —Estos hijos de puta me están matando. No entiendo cómo puede haber gente tan mierda. Hay que tener ganas de joder al otro… Este fin de semana, casi trescientos… El que más manda es el de mi cuñada. Y son más jodidos de sacar. Se prenden como lampreas, los hijos de puta…
   —…
  —Y la pendeja la tiene con Juan… Veintisiete bichos en el chakra púbico —Se rió sin ganas—. Si no se la pone a ella, no quiere que se la ponga a nadie…
  —Viejo… —dijo Juan, sin cambiar de postura. Brazos cruzados, piernas cruzadas, apoyado en el marco de la puerta de la cocina. La mirada fija en el piso.
   Nos quedamos en silencio. Augusto me pasó un mate.
   —El sábado me tuvieron hasta las dos. No sabés cómo terminé… Tuve que salir a dar unas vueltas con el auto para desenchufarme porque estaba como loco.
   —Viejo… —repitió Juan. Esta vez enfrentaba a su padre con la mirada.
   Los cuatro ojos azules se clavaron unos en otros. Casi se podía ver la electricidad atravesando el aire. Aprecié el parecido entre padre e hijo. Los rostros angulosos, de nariz aguileña. Tallados en piedra. La tensión se mantuvo por un momento.
   —Con Guillermo ya hay confianza —dijo Augusto finalmente—. Se lo puedo contar. Y tiene que saberlo: tiene que saber lo jodidas que pueden ser estas cosas.
   Juan se fue y se encerró en su habitación.
   —Él cree que es joda… Porque no vivió lo que yo viví… No es joda esto. Estamos tratando con gente pesada, con gente que sabe lo que hace. El de mi cuñada. El de la pendeja es un improvisado.
   Le devolví el mate. Lo dejó a un costado.
  —A las dos de la mañana… Si me pagaran por el trabajo que hice, podría dejar la plomería. Salí a dar unas vueltas con el auto, para despejarme un poco antes de dormir. Anduve por las calles de adentro, yendo y viniendo. Hasta que llegué a San Martín. «Vamos a pasear un poco por el río», me dije. «Debe estar lindo de noche. Se nota menos la basura.»
   No supe si reírme. Después de mirarlo a los ojos, decidí que no.
   —Estacioné el auto y me quedé ahí, tratando de relajarme. Contemplar el horizonte hace bien. Aclara la mente.
   Asentí en silencio.
  —Pero mi mente estaba todo menos clara. Tenía la cabeza como si hubiese estado todo el día con el auto en el centro. «Voy a estirar un poco las piernas», dije. «A tomar un poco de aire.» Y me bajé del auto.
   —…
   —«Voy a estirar un poco las piernas.» ¿Fui realmente yo el que lo dije?
   —…
  —El infierno que estoy viviendo no se lo deseo a nadie. Ni al hijo de puta que me los manda.
   —…
   —Estiré un poco las piernas. Tomé un poco de aire. Me fumé un pucho. Y me sentía cada vez peor. Atrapado. Sin salida. ¿Cuánto tiempo iba a seguir con esto? No tengo una solución definitiva… Saco los bichos, los vuelve a mandar. Así podemos estar hasta que uno de los dos se muera. ¿Qué sentido tiene vivir así? Abrí la puerta del auto y saqué la pistola de la guantera.
   Lo volví a mirar a los ojos. No le pude sostener la mirada.
   —Y me metí en el río. Con el agua hasta el pecho. Y me puse el arma en la boca.
   —…
   —Y de repente, como un chispazo, una luz. Una idea. No sé si tuvo algo que ver mi espíritu guía o si fue solamente un rapto de lucidez. Pero me di cuenta. De repente lo vi con claridad. Ese no era yo. Yo jamás haría una cosa así. ¿Y dejar a mi familia sola, desprotegida? Si con todo lo que me ha pasado en la vida, jamás se me ha cruzado la idea por la cabeza… Ahí había alguien más.
   —…
  —Entonces salí del agua. Volví al coche. Esta semana tengo que cambiar el tapizado. Quedó con un olor a mierda terrible… Se lo tendría que cobrar a ese hijo de puta… Volví al coche. Me sentía mareado, como con la presión baja. Veía todo oscuro. Guardé la pistola en la guantera y saqué el péndulo. Y le pregunté a mi espíritu guía. ¿Tengo algo encima? Y sí, tenía. No uno. Siete. Todos en el chakra de la frente. Por eso veía todo negro. Mental y visualmente.
   —…
  —No, si esto no es joda… Hay que tener cuidado con estas cosas…  ¿Cuántos tipos escuchás que se pegan un tiro y la gente se pregunta por qué, si estaba lo más bien?…
   —…
   —Me costó muchísimo sacarlos. Sin asistencia no hubiese podido. Pero así y todo es muy jodido quitárselos a uno mismo. Y más de ahí, del chakra de la frente, teniendo la mente obnubilada. Porque el laburo lo hacen ellos, uno sólo es el canal; pero si el canal no está limpio…
   —…
   —No, si tuve un fin de semana de maravilla… Una fiesta… Pero el salón de baile era mi cabeza.

domingo, 13 de noviembre de 2011

GENTE EXTRAÑA: AUGUSTO Z (Parte 3)

   Augusto Z tenía la misma mirada penetrante que su hijo, la mirada que los libros de astrología atribuyen a Escorpio. Su hijo era de ese signo, pero él no: él era de Aries. Tendría que revisar su carta natal para ver dónde tenía el ascendente, o si tenía un Plutón fuerte.
  Ojos claros, magnéticos, enmarcados por pobladas cejas blancas. Ojos de mago de Tolkien.
   Y en la frente, un chichón, como cuerno en desarrollo —este sí atributo de Aries—. Se lo había hecho trabajando, con un golpe de martillo, hacía años, y parecía haber venido para quedarse.
  También, como su hijo, tenía mucho sentido del humor. También hicimos buenas migas en seguida. Mate de por medio, charlamos de cuestiones metafísicas. Le conté que en un tiempo yo había hecho yoga y que mi vieja había hecho un curso de control mental, y que también me había enseñado algunas técnicas. De relajación, de visualización creativa. Me contó en qué consistía el curso que él estaba haciendo: bioenergía asistida. Parecía ser un rejunte de muchas doctrinas y disciplinas: antroposofía, yoga, control mental, karma y reencarnación, radiestesia, curación por imposición de manos. Incluso, habían encajado en ese rompecabezas a la figura del Cristo, explicando sus milagros desde la bioenergética.
   ¿Por qué se llamaba bioenergía asistida?
   Porque no se le enseñaba al alumno a transmitir su propia energía, sino la energía del cosmos por medio de la asistencia de su «espíritu guía».
   ¿Qué es un espíritu guía?
  Una suerte de ángel de la guarda. Ellos mismos hacían un paralelismo entre ambas figuras.
   Esto del espíritu guía me costaba aceptarlo como posible. También lo de los bajos astrales.
   Los bajos astrales o espíritus del bajo astral eran entidades maléficas que se te podían incorporar, es decir «pegarse» a tu cuerpo, y provocarte malestares físicos o psicológicos.
   Estos espíritus eran humanos desencarnados. La gente de (nombre del centro de estudios metafísicos) decía que los asesinos y suicidas no reencarnaban de inmediato. Antes permanecían un tiempo en el bajo astral, un plano de baja vibración o densidad. Algo así como otra dimensión, pero desde la cual podían influir sobre las personas de este plano. A veces lo hacían espontáneamente, se incorporaban a la gente con el objeto de volver a experimentar sensaciones del mundo físico. Pero también podían ser adiestrados y dirigidos a uno por alguien que supiera hacerlo. Así es como funcionaba la magia negra.
   Augusto Z estaba convencido de que las cosas le habían ido tan mal en la vida porque su cuñada había contratado a un brujo que hacía años les enviaba bajos astrales —o «bichos», como también solía llamarlos— a él y a su familia.
   La gente de (nombre del centro de estudios metafísicos) enseñaba un método para detectarlos —mediante el uso de un péndulo— y para erradicarlos —mediante la visualización de un torbellino de luz—.
   La mayor cantidad de invasiones, según decía Augusto Z, se daba los fines de semana, porque el brujo de su cuñada tenía mayor disponibilidad horaria para adiestrar y enviar a los «bichos». No todo el mundo puede ganarse el pan de cada día amaestrando fantasmas; evidentemente, el pobre hombre se veía obligado a desempeñar algún otro oficio.
   Y Augusto Z tenía que pasar sus ratos libres yendo de aquí para allá, con el péndulo en la mano, revisando cada rincón de la casa y cada fragmento de cuerpo de su familia, déle visualizar torbellinos.
   Todos los lunes yo le preguntaba:
   —¿Cómo andás, Augusto?
  Él, después de unos segundos de silencio, con expresión de agobio y perplejidad, me tiraba la cantidad de invasores del último ataque.
   —Este fin de semana, noventa y siete…
   Y cada lunes, la cifra aumentaba.
   —Este fin de semana, ciento cuarenta y dos…
   Cada vez más agobio y perplejidad.
   —Este fin de semana, doscientos ochenta y cinco…
   Llegó un punto en el que a Augusto Z comenzó a costarle creer que el brujo de su cuñada pudiese estar enviándole tamaña cantidad de entidades.
   —¡¿No corta ni para cagar, este hijo de puta?! —se preguntaba.
   Y decidió consultarlo con su espíritu guía utilizando su péndulo.
  Todos los bajos astrales no venían de la misma fuente, respondió el espíritu guía. De a poco, se habían ido sumando invasores de otro origen.
   ¿Quién los enviaba?
   Otro brujo, contratado por una ex novia de Juan Z despechada por el abandono.
    No pensaban darle un respiro.
    Ni para cagar.

domingo, 6 de noviembre de 2011

GENTE EXTRAÑA: AUGUSTO Z (Parte 2)

   Días después de la charla que habíamos tenido con el mamarracho de Germán P, Juan Z me contó que su padre, Augusto Z, estaba yendo a un centro de estudios metafísicos del cuál no daré el nombre —suficientes problemas he tenido con otras organizaciones por información expuesta en este blog—, a hacer un curso de bioenergía asistida.
   Me dijo que se animaba a contarme esto porque veía la apertura que tenía hacia la cuestión. Y que había hablado con el padre y él estaba de acuerdo en conversar del asunto conmigo.
   A Juan Z todo esto no le cerraba. Era más bien escéptico al tema y estaba viviendo toda la movida con desconfianza.
    —El otro día que no los dejé entrar a casa y les dije que fuéramos a dar una vuelta por ahí, fue porque había venido una mina de (nombre del centro de estudios metafísicos) a hacer una limpieza. A mí me pareció una pelotudez. La mina iba de un lado al otro con un péndulo y haciendo movimientos raros con el cuerpo.
   El caso de Augusto Z era particular. Había pasado de ser ateo y de un escepticismo absoluto a abrirse paulatinamente, y luego demasiado, a estas creencias esotéricas. De a poco, terminó obsesionado, explicando todo a través de la misma fórmula. Hay muchos casos de este tipo, de cambios a lo diametralmente opuesto en las creencias. Es lo que, en su libro La conspiración de Acuario, Marilyn Ferguson llama cambio pendular: el abandono de un sistema cerrado, considerado como cierto, sustituyéndolo por otro al que se aferra con la misma fuerza.
  Augusto Z también había sido muy cambiante en sus ocupaciones. Primero había sido policía, luego había trabajado en transporte escolar de chicos con síndrome de down. Para la época de este relato, era plomero.
   La vida de esta familia había sido dura. Problemas económicos y de salud. El padre de Augusto Z —el abuelo de Juan Z—, que vivía con ellos, había muerto de cáncer. Desahuciado por los médicos, fue cortésmente invitado a liberar la cama que ocupaba en el hospital para que fuera aprovechada por alguien con mayor esperanza de vida. Pasó sus últimos días, que fueron largos y de mucho padecimiento, en la casa, siendo asistido por toda la familia.
  Juan Z había tenido problemas de salud desde pequeño. Anemia, frecuentes accesos de fiebre y un problema respiratorio que le hacía toser y escupir sangre.
   La gota que rebalsó el vaso fue la muerte de la criatura que Silvia Z —hija de Augusto Z— había llevado en su vientre durante nueve meses. Falleció a los pocos días de nacer. Hidrocefalia o algo así. Dicen que el rostro del bebé estaba verde.
   Augusto Z, entonces ateo y escéptico absoluto, comenzó a preguntarse por qué tenía tanta mala suerte, por qué su familia sufría tantas desgracias.
   Alguien le sugirió que fuera a una tarotista. Augusto Z accedió y fue en compañía de su mujer, Emilia L.
  La tarotista la pegó en algo referido al pasado de la familia. El escepticismo de Augusto Z comenzó a ablandarse.
   —Alguien les hizo un trabajo —dijo después—. Una mujer… Rubia… Gordita… De pelo lacio…
  ¡La descripción coincidía con la cuñada de Augusto Z, con quien la familia estaba peleada desde hace años! 
   Y con las características de millones de mujeres más, claro. Que levante la mano el que no conozca a una gordita rubia de pelo lacio.
   —¡Mirta! —exclamaron Augusto Z y Emilia L al unísono.
   Y así, Augusto Z comenzó a transitar su camino hacia la fe.