Llegamos a casa con mi padrastro. Nos recibió mi madre, con cara de preocupación.
—¡Guillermito, tesoro! ¡¿Cómo estás?!
Me tocó la cara.
—Bien…
Se dirigió a mi padrastro.
—¡¿Salió todo bien?!
—¡Lo más bien! —dijo él, animadamente, como era su costumbre—. ¡Fue una tontería! —Me palmeó la espalda—. ¡Ya está todo arreglado!
—¿Y ahora se tiene que curar la herida? —preguntó mi madre.
—No —respondió mi padrastro—. Solamente se tiene que lavar bien cuando se ducha. —Me volvió a palmear—. Te acordás lo que dijo Medina, ¿no? Te tirás el pito para atrás y lo lavás bien.
Asentí.
Esa noche me duché. El agua en el pito me ardía. Lo tomé entre los dedos. Lo miré. No me animé a tirarlo para atrás. Tenía mucho miedo.
—¡Raúl, fijate si Guille está pudiendo lavarse bien! —escuché que decía mi madre.
Me puse tenso.
La puerta se entreabrió.
—¿Todo bien? —preguntó Raúl sin asomarse siquiera.
—Todo bien —respondí.
Se fue y suspiré aliviado.
—Todo en orden, Susana.
—¡Ay, que bueno! ¡Qué suerte que todo esté solucionado!
Al día siguiente tampoco me animé. Ni al otro. Ni al otro…
El fin de semana, papá también me preguntó por el asunto. Como no pidió mirar, lo pude engañar con tanta facilidad como a los demás.
Había decidido no intentar tirar el prepucio hacia atrás nunca más, y guardar el tema en secreto por el resto de mi vida.
¿Lo lograría?
Lo veremos en el próximo capítulo…