sábado, 25 de junio de 2011

GENTE EXTRAÑA QUE HE CONOCIDO: JORGE D

Jorge D era compañero mío en la primaria. Era un muchacho pobre y era segregado por sus compañeros por esta razón.

Cuando Jorge D lograba ser invitado a un cumpleaños, se guardaba sándwiches de miga y chizitos en los bolsillos.

La madre de Jorge D era umbandista, y Jorge D decía que él sabía hacer brujería.

Un lunes contó que el sábado había hecho que la bandera de la escuela se transformara en la de los Estado Unidos. La bandera norteamericana había estado guardada en el cajón de secretaría durante todo el fin de semana. Y el lunes, a primera hora, Jorge D había deshecho el hechizo para que volviera a ser nuestra bien amada enseña nacional.

Nadie abrió ese cajón durante el fin de semana. No hay pruebas de que esto haya sido cierto ni de lo contrario.

Florencia T era una de las compañeras que más segregaba a Jorge D. Un día, el padre de Florencia T falleció. Al tiempo, Jorge D proclamó que él había matado al hombre con un conjuro. Florencia T lloraba desconsolada. Jorge D tuvo que ir a dirección. No por el homicidio del padre de Florencia T, claro. En ese caso, supongo que el castigo hubiese sido más severo.

En las autopsias no se detectan los conjuros. Cualquier brujo lo sabe. No hay pruebas de que Jorge D haya asesinado al padre de Florencia T ni de lo contrario.

Jorge D decía que si gritabas «Yacaré Huatí» en un bosque de pinos, un enano deforme aparecía e intentaba matarte.

Luego adaptó la leyenda y dijo que también sucedería lo mismo si uno llamaba al enano en cualquier calle en la que hubiese pinos, o al menos uno.

Luego la adaptó por tercera vez y la maldición funcionaba también en el baño de la escuela. En el baño de mi escuela no había ningún pino. Tal vez algún producto de limpieza utilizado por la portera tenía esa fragancia. No lo sé.

Un día, para probar su teoría, entró al baño con Martín C y Hernán S.

Gritó «Yacaré Huatí».

Después de un rato, los tres salieron del baño. Jorge D con una sonrisa triunfal, Hernán S con una mueca de sorna, Martín C llorando con cara de pánico. Decía, entre jadeos, que todas las puertas de los sanitarios se habían abierto de par en par al mismo tiempo.

Yo no estuve presente en el lugar del hecho. No tengo pruebas de que haya sucedido eso ni de lo contrario. Como Aldous Huxley, soy demasiado escéptico como para negar la posibilidad de nada.

El llanto de Martín C parecía sincero. Tal vez, los otros dos se lo hayan empernado o algo así. No lo sé.

Lo último que supe de Jorge D es que estuvo preso durante un par de años.

Salió de la cárcel siendo evangelista.

martes, 21 de junio de 2011

viernes, 17 de junio de 2011

GENTE EXTRAÑA QUE HE CONOCIDO: GUILLERMO EL EXHIBICIONISTA

El exhibicionista del post publicado la semana pasada —HISTORIA DE OTRO PENE (Los ojos de plomo)— se llama Guillermo, es tocayo mío.

¿Cómo lo sé?

Porque después de aquella noche, lo volví a ver por el barrio en varias ocasiones y, en una de ellas, escuché cómo lo llamaban.

Él estaba parado junto a los baños de la estación Mitre. El guarda que pedía los boletos a la entrada del andén y el muchacho del puesto de panchos conversaban y lo vieron. Se rieron.

—¿Y, Guillermo? ¿A cuántos se la mostraste hoy?

Guillermo no contestó. Miraba el piso.

Una vez lo vi saliendo de un almacén con una bolsita.

¡Sí, señora! ¡Los exhibicionistas también hacen las compras!

Otra vez lo vi de saco y camisa, con una carpeta bajo el brazo.

¿Buscando trabajo?

Puede ser.

O quizás en la carpeta llevaba fotos de su pene. Me lo imagino parando gente en la calle.

—Disculpe que le robe unos minutos. ¿Le puedo hacer una encuesta?

—Sí, cómo no, joven —responde una señora.

Guillermo abre la carpeta y pasa las páginas. Fotos de su pene en distintos ángulos y grados de erección.

—¿Cuál de estas le da más miedo?

Cada vez que me lo cruzaba, me preguntaba qué haría si me volviera a mostrar la pija.

Sé su nombre, me decía a mí mismo. Y él no sabe que yo lo sé. Puedo usar ese dato como factor sorpresa. Me la muestra y le digo: «¿Qué hacés, Guillermo? Yo la conozco a tu vieja». O algo así. ¡Y ahí el que queda paralizado del estupor es él!

¡Santas vergas, Batman! ¡Qué buen plan has ideado!

¡Gracias, Joven Maravilla! ¡Ahora debemos ponerlo en acción!

Y la ocasión para hacerlo se dio hace un mes aproximadamente. Aunque parezca mentira, fue unos días después de escribir el borrador del post en el que cuento mi primer encuentro con él. Como si lo hubiera invocado. Y tuvimos uno de los diálogos más absurdos de mi vida.

El encuentro fue en el baño de la estación Mitre, lugar que no se caracteriza por sus condiciones de aseo. Yo estaba meando en uno de los inodoros, porque los mingitorios estaban tapados y llenos de pis hasta el tope. Hace años que los sanitarios no tienen puertas, de modo que nada me cubría la retaguardia.

Una voz a mis espaldas.

—¿Tenés hora?

Zas, Guillermo…, pienso.

—No, no tengo —respondo, conservando la calma. Sin que se me corte el chorro de pis siquiera. Ahora, Joven Maravilla, yo soy el dueño de la situación.

—Ah… ¿Y más o menos la hora? —insiste él.

Termino de mear, me la sacudo y me doy vuelta.

Veo su cara, su cuerpo no. Está en una postura inclinada, para asomar sólo su cabeza por el hueco de la puerta. El muy ladino guarda la sorpresa para el final. Por la expresión de su rostro y cierto leve movimiento, presumo que se está masturbando.

—Guillermo —le digo.

Duda. Cesa el movimiento. Sonríe nervioso. Veo que le falta un diente.

—¿Te conozco? —me pregunta.

—Sí, ya me mostraste la poronga.

—Ah, perdón —dice él y se mete en el otro sanitario.

—Todo bien —digo yo cortésmente.

Toda la conversación fue en un tono afable y correcto, por parte de ambos. Llevamos las cosas civilizadamente. Salvo por el detalle de que él se estaba meneando la verga fuera del alcance de mi vista, ¿no? Nada es perfecto.

Puntos a destacar:



1- Él insiste: «Ah… ¿Y más o menos la hora?»

¡¿Qué clase de pregunta es esta?! ¡Aparte de exhibicionista, carente de imaginación! Obviamente, todo era una treta para que yo me volteara y lo viera, ¿pero no se le ocurrió algo más coherente para preguntar?

¿Qué tendría que haber contestado a esto?

Y, no sé, vos tenés tantos recursos como yo para calcularla a ojo, como quien dice. Salvo que seas un engendro que ha estado encerrado, agazapado, en este baño asqueroso durante setenta y dos horas seguidas. Una especie de Gollum urbano.

O mejor: Vos y yo sabemos qué hora es, Guillermo. ¡La hora de mostrar la pija!



2- Él pregunta: «¿Te conozco?». Yo respondo: «Sí, ya me mostraste la poronga».

No me digas que esto no te descolocó, hijo de puta. Debés haber pensado: «¿Pero cómo? Si yo no me presento antes de mostrarla…»

—Hola, mi nombre es Guillermo. ¿Le tenés miedo a esto?

—Y, flaco, la verdad que sí…

—Bueno, te dejo mi tarjeta. Si te cabe la adrenalina y atemorizarte, concertamos otra entrevista.



3- «Sí, ya me mostraste la poronga», digo yo. «Ah, perdón», dice él.

¡Pero si hace un rato me la ibas a mostrar sin escrúpulo alguno! ¡¿Qué onda?! ¡¿Pedís perdón porque me la ibas a mostrar por segunda vez?! ¡¿Es un extraño código ético entre los exhibicionistas?!



4- «Todo bien», remato.

Eso se llama tolerancia. Creo que merezco el Nobel de la Paz.

Me salió del alma, como suele decirse. Preparado, el diálogo no hubiese quedado mejor.



5- Los ojos ya no eran impactantes. La voz ya no era tétrica. Más bien un poco cómica, nasal. Todo depende del contexto y del factor sorpresa, supongo. O en estos doce años el sujeto se ha deteriorado considerablemente y ha perdido su aura de horror. Creo que es lo primero.



De haber un tercer encuentro, prometo postearlo en este blog. Con Guillermo ya entramos en confianza, así que supongo que la próxima vez será algo así como:

—Buen día. ¿Cómo andás? ¿Te puedo mostrar la poronga?

—Sí, cómo no. Pero un ratito nomás; estoy un poco apurado.

—¿Le tenés miedo a esto?

—Y… No te puedo mentir, Guillermo. Ya no. Después de doce años, hay cosas que pierden su magia.

lunes, 13 de junio de 2011

VIEJA DEL AGUA

   Otra criaturita de las profundidades.
   Vieja del agua.
   Birome.
   Año 2000.

viernes, 10 de junio de 2011

HISTORIA DE OTRO PENE (Los ojos de plomo)

Noche.

Estoy sentado en el McDonald’s del Tren de la Costa, en Avenida Maipú, leyendo Mort Cinder, «Los ojos de plomo». Historia de suspenso y de características sobrenaturales. El viejo Breccia sabe generar ese tipo de climas.

Emprendo el regreso a casa. En aquel entonces, vivo en Munro. Decido volver a pie. Agarro por Amador. Calle tranquila, solitaria. Cada tanto, una garita de seguridad. Estoy de ánimo para caminata nocturna.

Me cruzo con un individuo de aspecto extraño. Unos veinte años, como yo en aquella época. Flaco, encorvado, casi con joroba. Camina como la Pantera Rosa, pero con cierto aire siniestro, moviendo los brazos y las manos de un modo muy particular. Nariz larga, rostro aerodinámico, orejas grandes. Cuando pasa frente a mí, ladea la cabeza y me mira con un par de ojos fijos que me hacen pensar en el viejo Breccia.

Contengo la respiración hasta que desaparece por una calle lateral.

¿De dónde salió este sujeto? Del submundo. Pienso en Lovecraft. En las alimañas descarnadas de la noche. Esos demonios sin jeta. Pero este sí que tenía jeta. Tal vez cierto aire al mismo Lovecraft. Y como él y como yo, caminante nocturno. Uno de los nuestros, Howard. Solitario, con algo de monstruo.

Un movimiento, media cuadra adelante, me saca de estas cavilaciones. Un par de piernas asoman por debajo de un arbusto. Veo los pantalones caer hasta las pantorrillas. ¿Qué hace este tipo? ¿Va a mear? Nadie se bajaría los pantalones así para hacerlo. Me detengo.

¿Qué hago? ¿Retrocedo? En la esquina, una garita. En la vereda de enfrente, viniendo hacia mi lado, una pareja de cincuentones. Decido seguir avanzando, pero por el centro de la calle y mirando hacia delante.

—¿Tenés hora?

Lo sabía. Es un degenerado. Pero yo te voy a cagar. Voy a mirar la hora y te la voy a decir como si nada, sin detenerme. Y va a ser como si no existieras, pervertido de mierda. Como si esta fuera la situación más normal del mundo.

Miro la hora. No veo un carajo. No importa, te sanateo. Las ocho y media, por ejemplo. Y lo voy a decir sin perder la compostura, con total tranquilidad.

—Sí, son las…

El monstruo jorobado de cara aerodinámica.

Las piernas me traicionan, se detienen.

La verga en la mano, masturbándose. Apenas si la veo, más impactantes son los ojos. Y la voz, tétrica.

—¿Le tenés miedo a esto?

miércoles, 8 de junio de 2011

HISTORIA DE MI PENE (Epílogo)

   Cuarenta y ocho  horas. Me saco la venda.
   Hinchado. Más de un costado que del otro. Deforme. Morado. Cicatriz. Cascaritas. Mordido por un pit bull.
  Las erecciones duelen. Mear no. No conviene usar vaqueros. Si levantás peso, sangra. Lo digo por experiencia propia. Llantas de camión en el laburo. Y… si vamos a hacerlo, vamos a hacerlo bien.
   Relaciones sexuales. Las tuve antes de los tres meses, Doctor Ventura.
   Tal vez algún día cuente esa historia.

viernes, 3 de junio de 2011

CANILLITA

   Panchucho, mascota de la ya fallecida revista Acto Fallido.
   Esta vez, trabajando de canillita.
   Tinta china.
   Año 2004.

miércoles, 1 de junio de 2011

HISTORIA DE MI PENE (Capítulo Final)

   Inevitable. Intervención quirúrgica.
  Llego al hospital. Me anuncio en recepción. Me explican que seré preparado y trasladado al quirófano por un enfermero. Me indican dónde esperarlo.
   Llega el enfermero.
   —¿Te afeitaste? —me pregunta.
   —¿Eh?… No sabía que tenía que afeitarme.
   —¿No te dijo nada el doctor?
   —No…
   —Nunca avisa nada este pelotudo… No importa, te afeito yo.
  Me desvisto. Me acuesto en una camilla. Con destreza y rapidez, el enfermero rasura mi pubis. Me coloca uno de esos camisones que te dejan el culo al aire. Parecen hechos para que la gente se burle de uno. Como las orejas de burro. O el alquitrán y las plumas en el Viejo Oeste.
   Soy trasladado en la camilla a través de un pasillo. Veo pasar las luces del techo. Me hacen pensar en las series televisivas de médicos.
  Ingreso al quirófano. Dos chicas con barbijo me esperan. Una está preparando el instrumental. El enfermero me ayuda a pasarme de la camilla a la cama de operaciones y se retira.
   Entra en escena el doctor.
   —Altayrac.
   —…
   —¿Nervioso?
   —Un poco.
   —Bueno, pensá que en media hora, cuarenta minutos, ya no vas a tener fimosis.
   —…
  Me cubren con una sábana que sólo deja libre la zona del pubis. Mi rostro también queda cubierto, para que no sea testigo del espectáculo sangriento.
   Me untan con esa cosa líquida y amarillenta que te ponen siempre que te operan. Desinfectante o algo así.
   —Te voy a aplicar la anestesia. Vas a sentir un pinchazo.
   —…
   —¿Duele?
   —Un poco. Apenas.
   —Un segundito y termino.
   —…
   —Ahora hay que esperar a que haga efecto.
   Al rato.
   —Te voy a pinchar. ¿Duele?
   —¡Ay! Sí…
  —¿Sí? Qué raro… Ya tendría que haber agarrado… Bueno, vamos a esperar un poco más.
   Un poco más.
   —¿Ahora?
   —¡Ay! Sigue doliendo…
   —¿Sentís dolor o una molestia? Mirá que esto corta el dolor nada más. Presiones, tirones vas a sentir.
   —Me dolió. Sentí el pinchazo.
  —A esta altura no te puede doler, Altayrac. Si estás susceptible, te volvés a tu casa y lo hacemos otro día…
   Los médicos son seres superdotados que se clavan cosas en la pija sin sentir padecimiento alguno.
   —…
   —Bueno, vamos a esperar un rato más, entonces…
   Un rato más, entonces.
   —¿Sigue doliendo?
   —No, ahora no.
   —Bien. Podemos empezar.
 Molestias. Presiones. Tirones. Cortes. Suturas internas. Suturas externas. Matambre.
  A mi derecha, una de las chicas. Cada vez que se me tensionan las piernas, me aprieta el brazo suavemente.
   —Bueno… Listo, Altayrac. Ya no tenés fimosis. Dentro de cuarenta y ocho horas te sacás la venda y te lavás bien, con jabón blanco. Los puntos se van a  caer solos. No hagas esfuerzo, no levantes peso y hasta dentro de tres meses no la podés usar para otra cosa que no sea mear. ¿Entendido?
   —Entendido.
   —Eso es todo, entonces. Ahora te mando al camillero.
   Se va.
   —¿Alguna vez habías trabajado con éste?
   —No.
   —Dicen que está loco.
   Sonrío. Ojos claros con barbijo me mira.
   —¿De qué te reís, Altayrac? Vos no tendrías que estar escuchando esto.
   Los dos barbijos se ríen. Entra el enfermero.
   —¿Qué pasa? ¿Hay joda acá? ¿De qué se ríen?
   —De tu amigo Ventura.
   —Ah, del pelotudo ese… ¿Listo, flaco? Esperá que te ayudo.
   —Bueno, Altayrac, un gusto —me dice uno de los barbijos—. Lástima que no nos conocimos en otra situación.
   —Lo mismo digo.