viernes, 30 de septiembre de 2011

OJO SIN PÁRPADO (Parte 1)

                                                                     Si las puertas de la percepción fuesen depuradas,
 todo aparecería ante el hombre tal cual es: infinito.

                                                                    William Blake.


   A los veintiún años, además de cortarme la chota y tener mi primera relación sexual, decidí pegarme un viaje en ácido. Todo un ritual iniciático de pasaje a la vida adulta.
   A pesar de haberme codeado toda mi adolescencia con gente más o menos aficionada a las drogas, nunca había probado la marihuana siquiera. En cierto sentido, es como si hubiese quemado una etapa.
  Decidí tomar ácido lisérgico después de leer Las puertas de la percepción de Aldous Huxley, donde él relata una experiencia que tuvo con el consumo de mescalina y hace un breve estudio sobre el LSD y el peyotl. Fue un buen viaje. Doce horas de vuelo. Un poco preocupado a la hora de aterrizar, pero nada grave.
   Sé de gente a la que no le fue tan bien. Dos conocidos de un conocido terminaron volviendo en sí en lo alto de un poste de teléfono, sin recordar cómo habían llegado ahí y sin animarse a bajar.
  Una conocida sintió la presencia del mal, en forma de animales invisibles, en las copas de los árboles del patio de su casa. Además, se le salió un pie mientras se lo rascaba. Eso es lo que vio. Se quedó con el pie en la mano.
   Otro conocido, en cambio, tuvo un viaje de lo más estúpido: lo único que me cuenta es que vio hablar a un ombligo. Yo, en su lugar, hubiese pedido que me devolvieran el dinero invertido en el pasaje.
   Pero no necesariamente la culpa es de la calidad de la sustancia (o de la dosis —mi conocida se clavó una pepa entera, siendo que era la primera vez que consumía—). También entra en juego, y no como factor meramente secundario, la idiosincrasia y el estado anímico del sujeto. A cada cual le pega según sus características. Eso no deja muy bien parados a mis conocidos. A ella, por su estado anímico. A él, por su idiosincrasia.
   No repetí la experiencia. Si alguna vez lo hago —y es probable que así sea—, quiero que sea en compañía de alguien en la misma sintonía, alguien que se coloque conmigo. Un viaje de a dos. Para ver qué se siente al interactuar con alguien del otro lado del espejo. Mientras, prefiero abstenerme. No es cuestión de tomarle el gusto, quemar demasiada materia gris y terminar como Syd Barrett: con los ojos como agujeros negros en el cielo.
   La pepa —un cuarto— me la consiguió uno de los pibes de Martelli, Pablo S. La tomé un domingo, pasado el mediodía, en compañía de él, Claudio G y Federico D. Ninguno de los tres se animó a probar. Claudio G estaba totalmente limpio; los otros dos, fumados. Una vez se hubo disuelto el papel secante, los cuatro compartimos un par de cervezas.
   La droga tardó una hora, aproximadamente, en hacerme efecto. Con lo pibes nos estábamos cagando de la risa, ya no recuerdo de qué —ni importa: siempre nos reíamos—. En algún momento, comencé a reírme más de lo normal. Pero no puedo precisar cuándo.
   El padre de Claudio G, Néstor G, tenía una gata. Muy linda. Gordita; marrón, gris y blanca. Éramos muy amigos. Las tardes que yo iba de visita, se la pasaba recostada sobre mi falda. Pero esa tarde la pasó escondida bajo una cama. De rodillas, me asomaba y la llamaba. Ella me miraba fijo, hecha un bollito. «Capta algo», pensaba yo. «Es que los animales son muy perceptivos.» Muy romántico lo mío. Hoy día pienso que, simplemente, la gata se asustaba de mis risotadas. Claudio G prefiere seguir creyendo lo primero.
   Después de las cervezas, nos tomamos un té. Así éramos nosotros. Hasta ese momento, lo único que había experimentado eran esos accesos de hilaridad. Mientras tomaba mi té, comencé a sentir algo más, de índole sexual. Un calor, muy placentero, que subía desde mis pies hasta mi sexo. Los pibes se reían diciendo que yo me sentaba y sostenía el saquito de té como si fuese Charly García. Hasta acá, este podría ser un viaje de mi conocido, el que vio hablar al ombligo —yo que lo critico tanto—. Pero las cosas no quedaron ahí.
   De a poco, comenzó a cambiar mi percepción visual de las cosas que me rodeaban. El primer impacto lo recibí al voltear la cabeza, mientras tomaba mi té, y ver un rayo de sol que entraba por la puerta que daba al patio. Un patio chiquito, mezquino. Pura pared y baldosa: nada verde para ofrecerle a mi estado alterado de conciencia. Pero con el rayo solo bastaba, al menos para empezar.
   ¿Qué pasaba con el rayo?
   Era una cuestión de intensidad. Pero no puedo decir que se viera más brillante que de costumbre. Lo mismo que los colores. No sé si los veía más fuertes, más brillantes, más intensos. Los sentía más intensamente. Como si los percibiese por primera vez en serio, como eran en realidad. Y como si los percibiese con algo más que la vista. Con todo el cuerpo.
   Eso es lo que experimenté al toparme con aquel delgado rayo de sol. Se me metía a través de los ojos y lo sentía en todo el cuerpo. Y no le podía, o no le quería, sacar la vista de encima. Y la sensación era de un placer extático.
   En Las puertas de la percepción, Huxley habla de la teoría de Henri Bergson según la cual «la función del cerebro, el sistema nervioso y los órganos sensoriales es principalmente eliminativa, no productiva. Cada persona, en cada momento, sería capaz de recordar cuanto le ha sucedido y de percibir cuanto está sucediendo en cualquier parte del universo. La función del cerebro y del sistema nervioso es protegernos, impedir que quedemos abrumados y confundidos por esa masa de conocimiento en gran parte inútil y sin importancia (…) admitiendo únicamente la muy reducida y especial selección que tiene probabilidades de sernos útil en lo práctico». El cerebro funcionaría como una válvula reductora, para permitir el desarrollo normal de nuestras actividades mundanas y, por ende, nuestra supervivencia.
   Según Huxley, las drogas como el LSD y el peyotl actuarían sobre esta válvula reductora desactivándola parcial y transitoriamente. El resultado de esto sería que captáramos, bajo el influjo de la droga, una porción de realidad mayor que de costumbre, accediendo a una parte de la información normalmente vedada.
  Volviendo al rayo de sol. Una vez que terminamos el té, nos trasladamos al patiecito mezquino. Creo que a pedido mío, pero no podría jurarlo. Nos sentamos en el piso, formando un círculo. Y conversamos. Yo seguía la charla muy atentamente, sin participar mucho. En un momento, Claudio G y Federico D tuvieron una pequeña discusión. Una discusión disfrazada de broma, con rencor solapado. ¿El tema? No lo recuerdo en lo absoluto. Sólo recuerdo la impresión que me causó. Me parecía ver la energía negativa que iba de uno al otro. Sobre todo de Claudio G hacia Federico D, en un momento en que el primero lanzó un comentario hiriente. Y otra vez, no es que viera algo realmente, pero es lo que más se le aproxima. Liliana N decía que los hippies habían inventado la palabra onda, tan imprecisa, a raíz de no poder ponerle un nombre a este tipo de sensaciones.
   Vi el dardo lanzado por Claudio G y el impacto que hizo en Federico D. Y vi el posterior resentimiento de este último. Todo esto me angustiaba. No entendía por qué las cosas tenían que ser así. Y cómo Claudio G no se daba cuenta del daño que estaba causando. Pero me guardaba de intervenir, sólo contemplaba.
   En un momento cayó Néstor G, el padre de Claudio G. Los pibes temían que yo no pudiese disimular mi estado. Sí pude. Tuve que reprimir el deseo de abrazar a Néstor G. Y no es que él me cayese particularmente bien. Casi diría que al contrario. Pero en ese momento mi impulso era ese: el de abrazarlo y reírme a carcajadas. De satisfacción. Creo que no percibió nada extraño. Cuando se fue, me dieron ganas de salir. Les avisé a los pibes que iba a dar una vuelta manzana —quería sentir un poco el exterior—. Se ofrecieron a acompañarme. Me negué. Prometí volver enseguida. Se rieron y me despidieron como si saliera de expedición.

viernes, 16 de septiembre de 2011

GENTE EXTRAÑA: GRACIELA M

   Mi primera relación sexual, Doctor Ventura, la tuve con Graciela M.
   Yo tenía veintiún años. Pasé toda mi adolescencia creído de que antes de esa edad, hacerlo era ilegal.
   Si recién llegás a este blog, visitante, he de advertirte que lo anterior es un chiste. Y, obviamente, no has entendido la referencia al Doctor Ventura. Si querés saber quién es el citado doctor y por qué tardé tanto en tener mi primera relación sexual, vas a tener que leer la historia de mi pene.
   Si no querés saberlo, no.
   Bueno… ¿En qué estábamos?
   Gente extraña que he conocido, primera relación sexual…
   Ah, sí: Graciela M.
   Yo tenía veintiún años. Graciela M me duplicaba la edad y un poco más. No supe su edad exacta hasta un día en que se fue a hacer las compras y le agarré el documento de la cartera.
   Graciela M. La M podría ser de Madre. De Madre de un amigo, para ser más exactos. De Madre de Claudio G, el muchacho que me presentó a los pibes de Martelli, para ser más exactos aún. El que soñó con mi espalda.
   La primera vez que Graciela M me tiró los galgos, la rechacé. Me preguntó si no quería tener algo más íntimo con ella y le contesté que no. Ella se puso a llorar. La historia es más larga que esto que expongo y lo que expondré; pero para narrarla bien, tendría que escribir una pequeña novela —tal vez algún día lo haga—. Por ahora conformémonos con esto.
   Graciela M no me desagradaba. Tampoco me gustaba. Era una mujer atractiva y jovial, que había llegado bien a la edad que tenía; pero sencillamente no daba, no era mi tipo. El motivo de mi rechazo era ese; no era nada que tuviera que ver con que su hijo fuera mi amigo. Es más, me fui haciendo amante de la madre y amigo del hijo prácticamente al mismo tiempo. A ambos los conocí a través del que en aquel entonces era mi cuñado: Ulises M. Graciela M era la madre y Claudio G era el hermano.
   La segunda vez, Graciela M la hizo mejor: no preguntó nada, directamente me besó. Sorteó el filtro mental, fue directo al cuerpo. Y el cuerpo dijo sí. Y así comenzó una relación tortuosa, con idas y venidas, rupturas y regresos, manipulaciones de su parte, que duró escasos pero intensos seis meses.
   Esta es la señora que me empujó a tener mi primera relación sexual antes de pasados los tres meses de la operación de mi fimosis, Doctor Ventura, cuando mi pene aún parecía masticado por un pit bull. En medio de un franeleo especialmente acalorado, Doctor, ella no aguantó más y le dio un puñetazo a la pared, con los nudillos. «Ploc», sonó, y saltó un poco de la pintura. Graciela M hacía taekwondo y era una mujer impulsiva que podía llegar a ser violenta. Era de Tauro, pero me juego a que el ascendente lo tenía en Aries. Se tapó la cara con las manos y respiró profundo para intentar bajar un cambio.
   Sólo la puntita, me pidió, para ver cómo se siente. Accedí. No sé si por puras ganas o si inconscientemente temía que el próximo puñetazo viniese dirigido al centro de mi cara.
   Después, pidió un poquito más, y un poquito más, y otro, y ella se movía despacito y bueno… Pasó lo que tenía que pasar, como suele decirse. A mí mismo me sorprendió estar acabando. El órgano terminó entero, Doctor Ventura, con el mismo aspecto espantoso que al comienzo.
   Es la primera vez que escucho el asunto de sólo la puntita en este sentido y no, como es más habitual, propuesto por señor grande a jovencita. Todos estaremos de acuerdo, supongo, a esta altura del partido, en mayor o menor medida, en que yo también soy gente extraña que he conocido. Tal vez no al extremo de los engendros que estoy exponiendo en esta sección del blog. Pero bueno, está eso de que Dios los cría…
   Cada vez que rompíamos, que yo intentaba alejarme de ella, Graciela M me manejaba con la culpa, con llantos, fingiendo desmayos o intentos de suicidio, o le pedía información mía a su hijo, Claudio G. También acostumbraba darle detalles a él sobre nuestras relaciones sexuales, entre mate y mate.
   —Tu amigo es un chancho: no sabés lo que me hizo anoche.
   Por Dios, que esto va un poco más allá de ser una madre de alambre: es una madre perversa de alambre.
   Graciela M vivía en San Martín, en un departamento de dos ambientes. En uno habitaban los seres humanos. En el otro, los animales: de doce a quince gatos y un perro que siempre estaba atado a la pata de una mesa.
   La mesa sólo era utilizada para eso: para atar al perro a una de las patas. Un perro mestizo y grande. Del tamaño de un pointer o un weimaraner. No se podía comer en ese ambiente porque los gatos eran bastante salvajes y se lanzaban sobre uno por los cuatro costados para arrebatarle los alimentos. Cuando uno entraba con comida al departamento, casi literalmente tenía que correr hacia la habitación para evitar el ataque de los gatos, que no estaban  muy bien alimentados que digamos.
   Los gatos cagaban y meaban por doquier, así que se imaginan cómo apestaba ese lugar. Cachilo, el perro, no: sólo cagaba y meaba las dos o tres veces por semana que Graciela M se acordaba de sacarlo para que lo hiciera. Apenas terminaba de hacer sus necesidades, Graciela M lo volvía a subir al departamento y lo ataba a la misma pata de la mesa. Ese animal debía ser la reencarnación de Atila o Mussolini; si no, tanto sufrimiento no se entiende.
   El lugar no tenía agua corriente, no recuerdo por qué. Cada tanto, sobre todo cuando venía su visita especial —yo—, Graciela M subía a la terraza, bajaba con un balde de agua y limpiaba los pisos. Pero los gatos no tardaban en cagar todo de nuevo, con una mierda de consistencia diarreosa —supongo que por la mala alimentación—. Incluso el baño, porque la puerta estaba rota por la parte de abajo.
   Recuerdo que había una gata, siempre la misma, muy bonita ella, a la que le gustaba subirse al inodoro cada vez que yo iba a mear. Yo trataba de esquivarla, pero siempre se las arreglaba para que le meara la cabeza.
   Sobre gustos no hay nada escrito. He sabido de cosas peores.
   A raíz de que yo estaba interesado, en aquel entonces, en el tema de la reencarnación (nunca creyendo ni dejando de creer en el asunto —soy demasiado escéptico como para negar la posibilidad de nada, como decía Aldous Huxley—, sólo curioseando), Graciela M comenzó a comprarme libros sobre el tema y a inventarse unos sueños protagonizados por quienes, según ella, habíamos sido nosotros en vidas pasadas.
   En todos había algún obstáculo que impedía que consumáramos nuestra relación.
   En uno yo era un noble que vivía en un palacio y que solía mirarla desde mi ventana mientras ella, una pobre campesina, lavaba la ropa en un arroyo.
   En otro ella era una noble viajando en un barco y yo un esclavo remero de aspecto aindiado.
   Un día me llamó al trabajo para decirme que había tenido un ataque de agorafobia y que no había podido salir del baño hasta que, de casualidad, había caído por el departamento su hijo, Ulises M, mi ex-cuñado. Y que, entonces, ella había percibido que Ulises M había sido su escudero en una vida anterior.
   Yo pienso que ella no creía todas estas estupideces. Mi teoría es que ella pensaba que yo creía realmente en estos temas y que con toda esa sanata podía convencerme de que lo nuestro era un amor de siglos, cada vez que yo quería cortar la relación; cuando siempre fui franco y claro —de un principio hasta el final—, y siempre le dije que no la amaba.
   Ella decía que yo la amaba, pero que me lo negaba a mí mismo.
   Bueno, lo último que supe de Graciela M fue que —diez años después— tiene fotos mías pegadas en una especie de altar en el que enciende velas y en el que tiene también un mechón de mi cabello —que nunca supe cómo obtuvo—.
   No sé si me cortó el mechón mientras yo dormía o si fue juntando pelo por pelo de la almohada cada vez que me iba.
   Tétrico.
   Quisiera decir que vuelvo locas a las mujeres. 
   Esta mujer estaba loca desde antes de que yo la conociera. 

sábado, 3 de septiembre de 2011

SUEÑO CON VACAS

  Este es de cuando yo tenía unos ocho años. Esa noche me había quedado a dormir en lo de mi abuela de alambre. Dormíamos en la misma habitación. Yo ocupaba la cama que había sido de mi abuelo —sí, eran de esos viejos que duermen en camas separadas—. Y soñé lo siguiente.
   Campo llano. Verde. Tarde soleada. Todo visto como si fuese desde una cámara fija.
   En el medio del campo, una cinta transportadora, como las que trasladan el equipaje en los aeropuertos. O las de las fábricas de productos en serie. No se ve ni el comienzo ni el final de la misma.
    Sobre la cinta, platos grandes de metal.
  Sobre los platos, vacas. Quietas, se dejan llevar por la cinta con docilidad.
    Y ese es todo el sueño: simplemente, las vacas pasan y pasan.
    Pero lo más importante de esta historia es el remate, que no se da en el sueño, sino en la vigilia.
   Cuando me desperté, mi abuela me contó que había estado hablando dormido.
    ¿Cuáles habían sido mis palabras?
    Mamá, suegra, mamá, suegra, mamá, suegra…