miércoles, 25 de abril de 2012

LA PRIMOGENITURA POR UN GUISO

    Génesis, capítulo 23 al 25.

  Sara murió a los ciento veintisiete años. Abraham murió a los ciento setenta y cinco. Isaac creció y se casó con Rebeca. Rebeca, como Sara, era estéril. Pero Isaac rezó mucho y a Rebeca se le quitó lo estéril, así de fácil. Y quedó embarazada de mellizos.
   Y luchaban los hijos dentro de ella, por lo cual decía:
 —Pero la puta madre… ¿Para esta mierda tanto quería yo quedar embarazada? (1)
   Y fue a consultar a Jehová.
   Y le respondió Jehová:
   —Dos naciones hay en tu seno, y dos pueblos serán separados desde tus entrañas. Y un pueblo será más fuerte que el otro pueblo, y el mayor servirá al menor.
  Al tiempo, Rebeca parió. Primero a un niño rojo y peludo a quien llamaron Esaú, que significa velludo. (2) Después al otro, que con la manito sujetaba el piecito del primero, por lo cual le llamaron Jacob, que significa suplantador.
   Y crecieron los muchachos, y Esaú se hizo hombre diestro en la caza, hombre de campo. Mas Jacob era hombre sencillo, que permanecía en las tiendas.
   Y amaba Isaac a Esaú, porque comía de su caza, del mismo modo que Jehová prefería las ofrendas de Abel y no las de Caín. Hecho uno a imagen y semejanza del otro, ambos tenían debilidad por el asado. Pero Rebeca amaba a Jacob.
   Un día Jacob estaba cocinando un guiso, cuando Esaú llegó del campo rendido de cansancio. Y dijo Esaú a Jacob:
   —Estoy hecho mierda. Servime un poco de eso, boludo.
   Mas Jacob respondió:
   —O.K. Te sirvo a cambio de tu primogenitura.
 —Me estoy cagando de hambre. ¿De qué carajo me sirve la primogenitura, me querés decir?
   Y así fue cómo Esaú cambió su primogenitura por un plato de guiso. (3)

     (1) Génesis 25:22
     (2) Génesis 25:25
     (3) Génesis 25:30-34

lunes, 16 de abril de 2012

EL BESO DE LA MUJER ARAÑA

Septiembre, octubre, noviembre, diciembre. Claudio G termina el secundario. Me invita a la entrega de diplomas. Sé que Graciela M va a estar presente en el evento. Claudio no está enterado de lo que pasó hace tres meses entre su madre y yo. Dudo. Finalmente acepto la invitación. Soy un cervatillo, pero no por eso voy a esconderme en el bosque.

Claudio me presta una camisa. Blanca. No recuerdo si yo se la pido o si él me sugiere que la use para la ocasión. En aquel entonces, soy bastante desprolijo en el vestir. Medio hippie. Pelo largo, florecido, siempre atado. Ropa medio rota, medio estirada. Hoy día uso camisa porque mi capitán me obliga. Pero terminé tomándole el gusto. Me siento cómodo y me agrada cómo me veo. Me imagino que soy el cantante de Morphine, antes de que vistiera de mortaja. En aquel entonces, ni escucho Morphine ni me siento cómodo en camisa. Es más, es la segunda vez que me pongo una en mi vida. La primera fue para la comunión.

Los dos de camisa blanca, como hermanitos. Inocentes palomitas. Llegamos al colegio. Nos recibe Graciela. Creo que no sabía que yo acudiría al evento. Me saluda con cara de poker, pero con un brillo furtivo en los ojos. Tiene una cámara.

—¡Foto! —nos dice. 

Posamos. Sonreímos. Flash.

Enseguida, Claudio se distrae saludando a compañeros. Y de a poco se va alejando, dejándonos solos a su madre y a mí. Graciela rompe el silencio incómodo diciéndome que estoy elegante.

Me río.

—¡Mentira!

Se ríe. Parece que le hubieran desatado un nudo en un lugar incierto, entre pecho, hombros, espalda.

—Sos terrible, eh… —me dice—. ¡Te hablo en serio! Estás elegante, la camisa te queda muy bien.

Hago una mueca y miro hacia el escenario, en donde los pibes se empiezan a agrupar.

El evento, aburridísimo, claro. Álvarez, y pasa Álvarez. Benítez, y pasa Benítez. G, y pasa Claudio. Me paro en una silla para verlo mejor. Y Graciela, por sorpresa, me saca la foto que un año después pondrá en un altar, con velas y un mechón de mi cabello.

—¿Vamos a mi casa a tomar unos mates? —nos invita Graciela cuando termina la entrega de diplomas. Ambos accedemos. Pero después de los primeros mates, unos compañeros de escuela pasan por el departamento buscando a Claudio.

—Bancame que bajo un toque y arreglo con los pibes para hoy a la noche —me dice—. No te molesta, ¿no?

Pongo cara de ni ahí y niego con la cabeza.

Claudio señala a Graciela con el pulgar.

—Sé que ella es insoportable, pero bancátela que son unos minutos nomás.

Graciela y yo nos reímos.

—Andá, dejalo solo a tu amigo, descortés —dice ella.

—No lo dejo solo —dice Claudio—. Lo dejo mal acompañado.

Y sale.

Ahora estoy alerta. Hoy no soy cervatillo, soy gato. Laxo, sentado en la cama, recostado contra unos almohadones apoyados en la pared; pero con los músculos preparados para alejarme con cinco saltos largos y arrojarme por la ventana ante la primera amenaza.

Graciela, a mi lado, en silencio, ceba un mate, me lo tiende. Mira un punto indeterminado, en el piso.

Yo estoy jugando al ajedrez. Me imagino todas las frases con las que puede abordarme. Tengo planificadas las respuestas para cada una de ellas. Para algunas, tengo ligeras variantes. Las sopeso. Me quedo con las más apropiadas. Las que ponen un límite firme lastimando lo menos posible. Me adelanto algunas jugadas. Imagino sus potenciales contra-respuestas. E ideo respuestas para ellas.

Termino el mate. Se lo tiendo. Y Graciela hace su movida. Atraviesa mis defensas. Sortea todos los obstáculos. Porque su táctica es otra. Hoy Graciela juega otro juego. Su mano no recibe el mate, se apoya suave en mi rostro. Y sus labios en los míos.

Asalto directo al cuerpo.

Inútil, mi intelecto queda girando sobre sí mismo, como un trompo.

Jaque Mate.

martes, 10 de abril de 2012

ABRAHAM ENTREGA A SU HIJO

        Génesis, capítulo 22.

   Abraham, persuadido por Sara —su mujer— y por Dios, había arrojado al desierto a su hijo Ismael junto con Agar, la esclava que lo había parido —otra que el padre de Hansel y Gretel—. Y se había quedado con Isaac —hijo suyo y de Sara—, con quien Dios había prometido establecer el pacto que antes había establecido con él. A saber: que le daría abundante decendencia y le haría padre de una multitud de naciones.
   Pasó el tiempo. Isaac creció. Y un día, Dios se le apareció a Abraham.
   —¡Abraham! —lo llamó.
   —Heme aquí —dijo él.
   —Toma a tu hijo, a Isaac, tu hijo único, a quien amas, y vete a tierra de Moría, y sacrifícalo en mi honor sobre un monte que yo te diré. (1)
 Después de lo que había costado este crío. ¡Años rezando, sacrificando vacas, dele que dele tratando de henchir y ahora esto! Pero sin dudarlo, al día siguiente, Abraham madrugó, partió leña para el holocausto, aparejó su asno, tomó a dos sirvientes suyos y a Isaac consigo, y partió hacia el lugar que Dios le había indicado.
    Al tercer día, Abraham alzó los ojos y vio el lugar de lejos.
    Dijo, entonces, a los sirvientes:
   Esperad aquí con el asno, mientras yo y el muchacho vamos allá, y adoraremos y volveremos a vosotros.
   Cargó la leña sobre Isaac, tomó el cuchillo y caminaron los dos juntos.
  ¡Encima de que lo iba a cagar matando, le hacía hacer el trabajo del burro! ¡Eso es un padre, carajo! ¡Tío de Lot, tenía que ser!
  Mientras andaban, el pibe, todo transpirado, la espalda doblada por el peso de la carga, se puso a hacer cuentas. Y había algo que no le cerraba.
   —¡Padre mío! —dijo.
   —Heme aquí, hijo mío —dijo Abraham.
  —He aquí el fuego y la leña —dijo Isaac—, mas ¿dónde está el cordero para el holocausto?
  —Dios se proveerá de cordero para el holocausto, hijo mío —respondió Abraham, y siguieron andando en silencio.
   Díganme si esto no les recuerda a Graciela M y a mí caminando por Avenida Corrientes, yendo a Parque Centenario. Solo que Isaac era un poco más avispado que yo. Al menos, dudaba.
   Cuando llegaron al monte que Dios había indicado, Abraham construyó allí un altar, y ató a su hijo y lo puso sobre él. Luego, tomó el cuchillo para degollarlo.
   La Biblia no nos cuenta si Isaac lloraba, gritaba, imploraba o si estaba mudo de la sorpresa y el espanto.
   Pero antes de que el cuchillo tocara a Isaac, un ángel de Jehová llamó desde los cielos. Presentes en todos lados, son peores que la cana.
   —¡Abraham! ¡Abraham!
   —Heme aquí —dijo Abraham.
   —No extiendas tu mano contra el muchacho, ni le hagas nada —dijo el ángel—; pues ahora conozco que tú temes a Dios, ya que no le has negado a tu hijo, tu hijo único. Ahora podés mirar a la cámara, saludar a Dios y a todos los que te conocen.
  Entonces, Abraham alzó los ojos y, más allá de la cámara, vio a un carnero enredado por las astas en un matorral. Y tomó el carnero y lo ofreció en holocausto en lugar de su hijo. Porque los carneros fueron hechos para ser asesinados en honor a Dios; esto no debe causarnos ningún remordimiento.
  Y Abraham llamó a ese lugar Jehová-yireh, que significa Jehová proveerá. Y de ahí viene lo que te dicen las viejas cuando te estás quedando sin guita. (2)
   Luego de que Abraham e Isaac mataron juntos al carnero, con lágrimas de alegría y de amor cubriéndoles el rostro, el ángel llamó por segunda vez desde los cielos y dijo:
   —Por mí mismo he jurado, dice Jehová, que por cuanto has hecho esto y no me has negado a tu hijo, tu hijo único, que bendiciendo te bendeciré, y multiplicando multiplicaré tu simiente como las estrellas del cielo y como las arenas a la orilla del mar, y tu simiente poseerá la puerta de sus enemigos, por cuanto has obedecido mi voz.
  Porque así como Dios bendice a quien se humilla, también bendice la obediencia ciega.
   Y no me digan que no es gracioso que Dios jure por sí mismo.

     (1) Génesis 22:2
     (2) Génesis 22:14

lunes, 2 de abril de 2012

A LA CAZA DEL CERVATILLO

Llegó el martes. Tenía cita con la señora a las ocho de la noche. Habíamos quedado en encontrarnos en Chacarita, en los alrededores de la estación Lacroze. A metros del cementerio. Muy sugerente.

Llegué temprano. Había calculado cierto margen de seguridad por si me demoraba en el laburo. Esperé en las cercanías de los puestos de flores. Sentado en el piso, contra un poste, escuchando el walkman.

¿Qué estaba escuchando?

No lo recuerdo. Así que puedo musicalizar a gusto. Podría estar escuchando Pink Floyd, ponele. Pigs (Three Different Ones), del disco Animals. Imaginemos la escena con ese tema de fondo.

Ella llegó puntual. Tal vez unos minutos antes. Bajó del colectivo con una sonrisa de oreja a oreja. Me puse de pie, al tiempo que me sacaba los auriculares. Pero no quitemos la música. Dejemosla bajita. Incidental.

—¡Hola!

—¡Hola!

Mejilla con mejilla, beso al aire.

—¡Feliz día de la primavera! —me dijo. Miró alrededor. Señaló con ambas manos los puestos de flores—. ¡No me compraste ni un ramito! ¡Estuviste flojo, eh!…

Se rió.

Me reí. No me hice cargo. Para nada.

—¿Adónde vamos? —me preguntó.

—No sé… A donde quieras…

—¿Siempre sos tan decidido?

—Sí.

Me reí.

—Vamos caminando para allá —dijo—, ¿te parece?

—¡Dale!

Echamos a andar por Avenida Corrientes hacia el lado de Almagro. Graciela había venido vestida con ropa ajustada, que destacaba sus formas. Tenía el cuerpo firme. Como se suele decir de mujeres de su edad —cual si se hablara de pickles en salmuera—, se conservaba bien. La actividad física, el taekwondo, ayudaba mucho. Sólo su rostro exhibía señales del paso del tiempo: las arrugas que lo cruzaban y que le daban, aun cuando sonreía, una expresión de amargura. No solía pintarse mucho. Un toque en los labios y en los ojos, destacando la mirada penetrante, dándole un aire más sombrío. El cabello largo, lacio, negro. De bruja. De india. Era hija de un inmigrante italiano y una toba, o una mapuche, no lo recuerdo.

Había venido con ropa ajustada, repito. Pero eso no activó mis señales de alarma, ni mucho menos. Ella siempre se vestía así. Era lo que vulgarmente se denomina una pendevieja. Solía salir a bailar con sus hijas y arrebatarles las conquistas de boliche. Era una hembra devoradora que competía con sus crías. Y como tal, solía enfundarse con animal print. A veces una blusa, a veces un pantalón. La ropa interior, incluso. Porque era una fiera en busca de carne joven, de sangre caliente.

Esa noche no tenía nada de animal print, estoy casi seguro. Pero pongámosle un pantalón con pintas de leopardo, porque queda mejor con la escena. Y no olviden que de fondo sigue sonando Animals, de Pink Floyd. Ahora está sonando Sheep, ponele. Y al lado de la pantera voy caminando yo, el corderito. O, mejor aún, imagínenme como un cervatillo recién parido, las piernas temblorosas, cubierto de líquido amniótico, que apenas puede desplazarse. Un cachorro que aún no sabe nada sobre juegos de seducción. Un animalito aún sin olfato para captar la lascivia que flota en el aire en ese momento, rodeándolo, impregnándolo. ¡Pobre criatura de Dios!

Entramos a un bar cercano a la estación Gallardo. Charlamos. Nos pusimos al día con nuestras vidas. Me habló sobre Roxana y Jennifer, viviendo en Ushuaia, adaptándose al cambio. Sobre Walter N, otro predador, que husmeaba el aire buscando el rastro de su antigua hembra y su cría; le habían mentido, diciéndole que se habían mudado a Córdoba, a casa del padre de Roxana, un macho aún más dominante que Walter y a quien, un día, le había roto la cabeza a golpes de puño enfundado en manopla. Me habló del taekwondo —practicaba y daba clases—, de su trabajo en la municipalidad de San Martín. Por mi parte, probablemente hablé mucho de mi tío hijo de puta y del disgusto que me provocaba trabajar para él, ya que ese era un tema muy recurrente en mis conversaciones de esa época, pobre cervatillo.

Seguramente, me preguntó:

—¿Y las chicas?

—Igual que siempre —habré respondido, con tono entre melancólico e irónico. Le habré hablado de alguna amiga de la que estaba enamorado. Siempre me enamoraba de amigas. Pero no les avisaba, por supuesto.

Y ella me habrá escuchado con atención, asintiendo, con ternura en la mirada sombría. Y me habrá dedicado palabras de ánimo. Tal vez, incluso, me haya dicho:

—Si sos un chico muy lindo…

Pero mis señales de alarma permanecían, aún, desactivadas. ¿Qué tenía enfrente? Una señora, macanuda, buena onda, vestida de leopardo, la ropa ceñida al cuerpo, escote pronunciado, preocupándose por mí, tratando de infundirme esperanzas.

—¿Vamos a caminar? —me propuso.

—¡Dale! —dije.

Y salimos a pasear por la zona. Seguimos charlando. De bueyes perdidos, de literatura, de psicología. Agarramos por las calles de adentro. Llegamos a Parque Centenario.

Penumbra. De a poco, la música de Pink Floyd ha ido bajando hasta desaparecer, dejando como sonido predominante el canto de los grillos y nuestras voces, cada vez más calmas y pausadas, como por contagio de la atmósfera del lugar.

Nos sentamos en un banco, frente al lago artificial, y los silencios se hicieron más largos, mientras mirábamos el reflejo de la luna quebrándose sobre el agua. Y mis señales de alarma seguían desactivadas, pobre jovencito ingenuo.

Después de un silencio especialmente largo, Graciela comenzó a hablar. No recuerdo las primeras frases. Fueron pocas. Culminó diciendo que tenía ganas de estar conmigo. Y preguntándome si yo sentía lo mismo.

¿Estar conmigo? ¿De qué habla? Si estamos acá, juntos…, fue lo primero que pensé.

Pausa.

Diablos…

Alarma. Sirena de nave espacial averiada. Todo Parque Centenario iluminado por una luz roja que se enciende y se apaga. Lentamente, volteo la cabeza y la miro. Un montón de flechas luminosas la señalan. Muchas. La rodean como esas cosas que parecen espadas a la Virgen. Y arriba, enorme, parpadeando, un cartel de neón que reza:


¡EH! ¡TE ESTÁ TIRANDO ONDA, CERVATILLO!


Su mirada interrogante clavada en la mía.

Y mi respuesta:

—No…

Su cara se desarma. La voz se le quiebra. Me pregunta por qué.

Le digo que no sé. Que, simplemente, no siento lo mismo que ella.

—¿Es por la edad? —me pregunta.

—No… —le digo—. No sé… Es que no lo siento…

Lagrimea.

Se me hace un nudo en el estómago.

Me levanto.

—Vamos… —le digo—. Te acompaño…

Damos unos pasos en silencio. Miro hacia delante. No puedo sostenerle la mirada.

Se acerca a mi cuerpo con una risita de duende travieso. Me da un beso húmedo en la oreja. Se me erizan los pelos de la nuca. La separo de mi cuerpo.

Rompe en llanto. Se cubre el rostro con las manos.

Me quedo a su lado sin saber qué hacer. Apoyo mi mano tímida en su hombro.

—Perdoname…

Sigue llorando un rato. Después se seca las lágrimas.

—Vamos… —dice.



Volvimos en silencio. La acompañé hasta la parada de su colectivo. Antes de subir, me atravesó con sus ojos negros y me saludó con la mano.

—Chau…

No la volví a ver por varios meses.