martes, 29 de mayo de 2012

JACOB HINCHE A LO LOCO

   Génesis, capítulos 29 y 30.

  Jacob huyó de la casa de sus padres porque su hermano, Esaú, había prometido matarlo. Se fue a vivir a Padán-aram, a lo de su tío Labán, hermano de su madre Rebeca.
  Ahí trabajaba para Labán, le daba una mano con el ganado. Al mes, Labán le dijo:
 —Che, ¿porque seas pariente mío vas a laburar gratis para mí? Declárame cuál ha de ser tu salario.
  Labán tenía dos hijas: Lea, la mayor, y Raquel, la menor. Lea tenía lindos ojos, Raquel tenía lindo todo. (1) De modo que Jacob respondió:
   —Te serviré siete años por Raquel, tu hija menor.
   —Trato hecho —dijo Labán. (2)
  No voy a volver a hacer comentarios sobre el papel de la mujer en la Biblia. Sería redundante. Sólo diré que esto me recuerda a la historia de una bisabuela mía —no aquella cuyo marido resucitaron en Cuba, otra—, regalada por su padre a un amigo de él, mi bisabuelo. Habían pasado miles de años desde que Jacob comprara a Raquel, pero las cosas no habían cambiado mucho a ese respecto. Ya les hablaré sobre estos bisabuelos algún día.
   Jacob laburó los siete años. Entonces, dijo a Labán:
   —Dame mi mujer, que se han cumplido los días, y me la garcharé. (3)
  Esa noche, Labán juntó a todos los hombres del lugar e hizo un banquete. La Biblia no lo dice; pero es evidente que, en ese banquete, Jacob se puso en pedo. Sólo así se entiende lo que sucedió después. En vez de entregar a Raquel, Labán entregó a Lea, su hija mayor. Jacob se la garchó y recién se enteró del fraude a la mañana siguiente. (4)
   —¡Eh! ¡¿Qué me hacés, viejo?! —le dijo a Labán—. ¿No te serví por Raquel? ¿Por qué, pues, me has engañado?
   —No se hace así en nuestra tierra —respondió Labán—, que se dé la menor antes que la mayor. Si querés, la semana que viene te doy la otra también; pero a cambio de que labures para mí siete años más. ¿Te va? (5)
   Jacob aceptó, y a la semana Labán le dio por mujer a Raquel.
   Viendo Jehová que Lea era despreciada por Jacob, apiadándose de ella, abrió su matriz. Mas Raquel era estéril.
   Y concibió Lea, y parió un hijo. Y le llamó Rubén, que significa «¡Ved un hijo!», pues decía: Jehová ha mirado mi aflicción. Por tanto, ahora me amará mi marido.
   Y concibió otra vez, y parió un hijo. Y dijo: Por cuanto Jehová oyó que yo era odiada, me ha dado este también. Y le llamó Simeón, que significa «oído».
   Y concibió otra vez, y parió un hijo. Y dijo: Ahora quedará mi marido unido conmigo, porque le he parido tres hijos. Por tanto, fue llamado Leví, que significa «unión».
  Y volvió a concebir, y parió un hijo. Y dijo: Esta vez alabaré a Jehová.  Por tanto, le puso el nombre de Judá, que significa «alabado», y dejó de parir.
   Cuatro al hilo. Esto hizo que Raquel se pusiera loca de la envidia. Y dijo a Jacob:
   —¡Dame hijos; que si no, me muero!
   Jacob se calentó.
  —¡¿Te creés que soy Dios, boluda?! —dijo—. ¡¿Qué carajo puedo hacer yo si vos sos estéril?! (6)
   —He aquí mi esclava Bilha —dijo Raquel—. Cogétela y parirá sobre mis rodillas. Así yo también tendré hijos por medio de ella.
  Recordemos que esto era costumbre de la época. De igual modo hizo antes Sara con Agar.
   Jacob no se hizo rogar, y ahí nomás se cogió a Bilha. Y concibió Bilha, y parió a Jacob un hijo.
   Y dijo Raquel: ¡Juzgome Dios, y también ha oído mi voz y me ha dado a mí un hijo! Por tanto, le llamó Dan, que significa «juzgado».
   Y Bilha, sierva de Raquel, concibió otra vez y parió su segundo hijo a Jacob.
  Y dijo Raquel: ¡Con grandes luchas he contendido con mi hermana y he prevalecido! Y le nombró Neftalí, que a mí me hace pensar en polillas y en los Abuelos de la Nada, pero que significa «mi luchar».
  Ahora, Lea temía que su hermana le disputara la supremacía materna. Dele que dele trataba de henchir, pero no había caso: ya no concebía. De modo que recurrió a Zilpa, su esclava, y la dio a Jacob para que se la cogiera.
   Esto ya se fue a la mierda.
   Y parió Zilpa, sierva de Lea, un hijo a Jacob.
  Y dijo Lea: ¡Con buena ventura! Y le puso el nombre de Gad, que significa justamente eso: buena ventura.
   Y Zilpa parió su segundo hijo a Jacob.
  Y dijo Lea: ¡En mi dicha! Por tanto, le llamó Aser, que significa «dichoso».
   Ya tenemos ocho: cuatro de Lea, dos de Bilha y dos de Zilpa. Jehová no había prometido simiente en vano. Pero esto no termina acá: de los vientres de estas cuatro mujeres tienen que surgir las doce tribus de Israel.
  Un día, Rubén, el primogénito, halló mandrágoras en el campo y las trajo a Lea, su madre. Raquel las vio, y dijo a Lea:
   —Ruégote me des de las mandrágoras de tu hijo.
  —¡Cara rota! —dijo Lea—. ¡¿No te alcanza con haberte llevado a mi marido, que ahora querés llevarte también las mandrágoras de mi hijo?! 
  —Hagamos un trato —dijo Raquel—. Me das las mandrágoras y esta noche él se acuesta con vos. (7)
   —Trato hecho —dijo Lea.
   Esa tarde, cuando Jacob volvía del campo, Lea lo interceptó.
   —Conmigo has de estar esta noche —le dijo—. Te he alquilado con las mandrágoras de mi hijo.
   Al final, yo hablaba de las mujeres pero Jacob también era un hombre objeto.
   Esa noche, Lea concibió. Y parió a Jacob su quinto hijo.
  Y dijo: Me ha dado Dios mi recompensa, porque di mi sierva a mi marido —¡¿Qué?! Por Dios, esta gente está loca—. Y le llamó Isacar, que significa «premio» o «alquiler» —rematadamente loca—.
   Y Lea concibió otra vez, y parió su sexto hijo a Jacob.
   Y dijo: Dios me ha dado una buena dote. Esta vez mi marido habitará conmigo, ya que le he parido seis hijos. Y le nombró Zabulón, que significa «habitación» —y no eran uruguayos—.
   Después parió una hija y la llamó Dina, que significa «juzgada».
   Y acordose Dios de Raquel, y oyola Dios, y abrió su matriz.
   El viejo gagá se había olvidado.
  —¿Por qué esta loca lo hace garchar al marido con la esclava? —se preguntaba—. ¡Qué perversa! —Y se llevó la mano hacedora a la frente divina—. ¡Uh, qué boludo! ¡Cierto que le había atado las trompas!
   Deshecho el nudo, Raquel concibió, y parió un hijo. Y dijo: ¡Dios ha quitado mi oprobio! Y le puso el nombre de José, que significa «añadirá». Ya que dijo, también, Jehová me dará otro hijo por añadidura.
   Y así fue: años después, Raquel parió al último, Benjamín. Y estos —obviamente, Dina no cuenta: es mujer— son los padres de las doce tribus de Israel.

      (1) Génesis 29:17
      (2) Génesis 29:19
      (3) Génesis 29:21
      (4) Génesis 29:23, 25
      (5) Génesis 29:26
      (6) Génesis 30:2
      (7) Génesis 30:15

domingo, 20 de mayo de 2012

FIN DE SEMANA SALVAJE

—Si no entendés algo, lo primero que tenés que hacer es golpear, por las dudas —me dijo una vez Ulises M—. Eso es lo que hago yo.



Año 98. La relación entre Ulises y Silvana, mi hermana, recién comienza. La relación entre mi madre y Raúl está terminando. Un vínculo que tarda mucho en acabarse, un proceso tan arduo como quitarle una muela a un dogo.

Camet, en las afueras de Mar del Plata. La casa a la que pretendimos mudarnos, pero en la que solo vivimos unos meses. Una historia larga y aburrida que no viene al caso. Baste saber que para la época de este relato ya no vivimos ahí; pero Raúl y mi vieja, ya separados, van a la casa a terminar de arreglar algunos asuntos. Con ellos, viajan Vanina —mi hermana más chica, hija de Raúl y mi madre—, Silvana y Ulises. Yo no voy con ellos porque estoy trabajando en el negocio de mi tío hijo de puta. Ya les hablaré de él.

Primer día, jornada pacífica. Tiempo lindo, asado al aire libre, a cargo de Raúl.

El día siguiente no comienza tan bien. Discusión matutina entre Raúl y mi vieja. Discusión es pelea. Pelea con gritos e insultos. No es la primera. Podrían llenarse las páginas de una biblia con los episodios de este tipo protagonizados por ellos desde el inicio de su relación hasta el momento del relato. El elemento que hace la diferencia entre esta discusión y otras anteriores es el animal que duerme, inquieto, en la habitación de al lado.

Mi madre, vapuleada por Raúl, en su desesperación, tiene el impulso de pedir ayuda a su yerno. Ustedes y yo sabemos de sobra el único significado que este sujeto le da a la palabra ayuda. Mi madre no lo imagina. Oh, todos hablamos castellano; pero qué diferentes usos les damos, a veces, a las palabras. ¿Qué pretendía mi madre? ¿Qué intercedan por ella? ¿Contención emocional? Algo así. A buen puerto fuiste por leña.

Mi madre irrumpe en la habitación de Ulises y Silvana.

Los gritos y el llanto de mi madre despiertan a Ulises de su sueño intranquilo.

Ulises no entiende.

Como no entiende, golpea.

Si no golpea a mi madre es porque alcanza a captar la palabra Raúl. Eso redefine el target.

El primer golpe no es muy fuerte, un puñetazo en ayunas.

—¡¿Qué hacés, loco?! —exclama Raúl cuando se recupera de la sorpresa. Se dirige al teléfono—. ¡Voy a llamar a la policía!

Esta vez, Ulises entiende.

Como entiende, golpea.

Este golpe es fuerte, hace sangrar.

Ulises ve la sangre y juzga que es suficiente. Suelta a la presa.

Raúl toma su maletín y la mano de su hija —diez años, testigo de toda esta violencia—, y huye.

Atraviesa el terreno extenso que separa la casa de la tranquera que da a la calle. Ahí encuentra al vecino de al lado, estirando las piernas, tomando aire fresco. Y decide pedirle ayuda.

A buen puerto fuiste por leña vos también.

Desde que Raúl instaló en nuestro patio una antena de varios metros de alto para su emisora radial, este hombre es su enemigo declarado. Ahora se limita a escuchar sus palabras en silencio, el rostro impasible. Raúl mira hacia la casa. Ve acercarse a Ulises, a paso mecánico, como Terminator, y pone pies en polvorosa.

Ulises saluda al vecino con un apretón de manos firme y se presenta. Da su versión de los hechos, vaya uno a saber cuál.

—No te preocupes, pibe —dice el vecino—. Si alguien me pregunta algo, digo que se golpeó la jeta con una tabla.

Nadie a quien le haya contado, en su momento, que habían golpeado a Raúl se apenó. Yo tampoco. Hoy día veo esta historia con otros ojos, como tantas de esa época y anteriores, llenas de violencia.

A la hora de explicar qué razones había tenido para golpear a Raúl, Ulises argumentaba con sencillez.

—Era un gil. Se la daba de asador y la carne estaba cruda.

martes, 15 de mayo de 2012

JACOB ENGAÑA A SU PADRE CIEGO

     Génesis, capítulos 26 y 27.

   Y hubo hambre en la tierra, como aquella vez en tiempos de Abraham. E Isaac decidió parar un tiempo en Gerar —donde había para morfar— hasta que las cosas mejoraran. Pero he aquí que Rebeca, como Sara, estaba muy buena. Y a Isaac, como antes a su padre, le dio cagazo de que los lugareños lo mataran para garchársela —¿les conté que este libro es reiterativo?—. Entonces, cuando los chabones, babeando, le preguntaban «Che, ¿quién es la minita que anda con vos?», él contestaba «Mi hermana es». (1)
   Mas aconteció que asomándose Abimelec —el rey de Gerar, el mismo que había estado a un tris de garcharse a Sara y morir fulminado por Jehová— a una ventana, miró, y he aquí que Isaac jugueteaba con Rebeca, su mujer.
   «¡¿Otra vez, será de Dios?!», pensó, y llamó a Isaac.
   —¡He aquí, ciertamente ella es tu mujer! —le dijo—. No te hagás el pelotudo que los vi jugueteando. ¿Cómo, pues, dijiste tú: es mi hermana? ¿Ah?
   Isaac explicó sus razones.
   —¡¿Tas loooco vo’?! —dijo Abimelec—. ¡Cuán fácilmente alguno del pueblo hubiera podido acostarse con tu mujer! ¡Y así nos hubieras hecho incurrir en delito!
   De manera que se aclaró todo. Pero si Isaac había hecho esto con la idea de ligar ganado, como antes su padre, la treta le salió mal, porque Abimilec no le regaló ni un puto corderito.
   Ser marido de Rebeca no era tan buen negocio como serlo de Sara.
  Pasó el tiempo. Isaac envejeció y —senectus non sola venit— quedó ciego. Y un día llamó a Esaú, su hijo mayor.
   —¡Hijo mío! —le dijo.
   —Heme aquí —dijo Esaú.
   —He aquí, yo soy ya viejo —dijo Isaac—, y no sé el día de mi muerte. Ahora, pues, toma tus armas y sal al campo, y caza para mí alguna cosa. Y hazme manjares sabrosos, como me gustan, y tráemelos, para que yo coma y mi alma te bendiga antes de que yo muera.
   Esaú salió al campo a cazar. Rebeca, que había oído la conversación, llamó a Jacob, su hijo menor, su preferido, y le contó lo sucedido.
   —Ahora bien, hijo mío —le dijo—, oye mi voz, conforme a lo que te voy a mandar. Ruégote que vayas al rebaño y me traigas de allí dos cabritos buenos. Y yo haré de ellos manjares sabrosos para tu padre, como a él le gustan, y los llevarás a tu padre, para que coma y te bendiga a ti antes de su muerte.
   Que alguien me explique qué leyeron los que dicen que en este libro hay un mensaje de amor. Desde que comenzamos hasta ahora, no paramos de leer sobre familias disfuncionales.
   Jacob hizo lo que su madre le había pedido, pero le dijo:
   —He aquí que Esaú, mi hermano, es hombre velludo y yo, hombre de piel lisa. Quizás me palpará mi padre y seré en su concepto como quien se burla de él. Así atraeré sobre mí maldición, y no bendición.
   Jacob no contaba con la astucia de su madre, que había planeado todo minuciosamente. Luego de vestirlo con las ropas más preciosas de Esaú, Rebeca puso las pieles de los cabritos sobre las manos y la nuca de Jacob. La Biblia, tan detallista en otras cosas, no nos dice si usó Poxiran® o qué para pegarlas a su piel.
   Esto también me recuerda a Hansel y Gretel. A Hansel tendiéndole un hueso a la bruja, haciéndolo pasar por su brazo, para que ella lo palpe y crea que aún está flaco.
   Entonces, así disfrazado y con el morfi en una bandeja, Jacob fue a su padre.
   —¡Padre mío! —le dijo.
   —Heme aquí —dijo Isaac—. ¿Quién eres, hijo mío?
  —Soy Esaú, tu primogénito —dijo Jacob—. He hecho como me dijiste. Levántate, te ruego, siéntate y come de mi caza, para que me bendiga tu alma.
   Pero el viejo desconfiaba.
   —¿Cómo es que la hallaste tan pronto, hijo mío? —preguntó.
  —Porque Jehová, tu Dios, me deparó buen encuentro —respondió Jacob.
   —Acércate y te palparé —dijo Isaac—, para saber si eres en realidad mi hijo Esaú o no.
   Así lo hizo Jacob, dejándose palpar. Su padre, que además de ciego era pelotudo, dijo:
   —La voz es voz de Jacob; pero las manos, manos de Esaú. ¿Eres tú, en realidad, mi hijo Esaú?
   —Lo soy —respondió Jacob.
   También me recuerda a Caperucita.
   —O.K. —dijo Isaac—. Dame el morfi y te bendigo.
   Isaac morfó e hizo la última prueba.
   —Acércate y bésame, hijo mío —pidió.
   Jacob obedeció y su padre aprovechó la proximidad para oler las ropas, que debían tener el olor característico de Esaú: el hedor del cuerpo transpirado de un hombre peludo en épocas en que no existía el desodorante. Con eso, Isaac se convenció, y se comió el verso como antes se había comido los cabritos. Y bendijo a Jacob deseándole varias cosas. Entre ellas, que sus hermanos le sirvieran. (2)   
   Y aconteció que apenas acabara Isaac de bendecir a Jacob, y no bien hubo salido Jacob de la presencia de su padre, Esaú llegó de su caza.
   Acá se va a pudrir el chorrán.
   E hizo él también manjares sabrosos y los trajo a su padre. Y dijo:
  —¡Levántese mi padre y coma de la caza de su hijo, para que me bendiga su alma!
   —¿Quién eres tú? —preguntó Isaac.
   —Soy tu hijo, tu primogénito, Esaú.
   Isaac se estremeció.
   —¿Quién es, pues, aquel que tomó caza y me la trajo, y yo he comido antes de que tú vinieses? Yo le bendije y será bendito.
   Porque la palabra dada es sagrada y tiene poder más allá del que la da.
   Cuando Esaú oyó las palabras de su padre, clamó con amargura.
   —¡Bendíceme a mí, a mí también, oh padre mío!
   Mas Isaac respondió:
   —Vino tu hermano con engaño y tomó tu bendición.
  —¡Ese hijo de puta! —dijo Esaú—. ¡Qué bien que le pusieron el nombre! Pues ya me ha suplantado dos veces: tomó mi primogenitura, y ahora me ha quitado mi bendición. ¿No has reservado una bendición para mí? (3)
   ¡«Tomó mi primogenitura»! ¡Chanta! ¡Si se la cambiaste por un guiso!
   —Estamos en el horno —dijo Isaac—, porque le he puesto por señor tuyo y le he dado por siervos a todos sus hermanos. ¿Qué, pues, podré hacer ahora por ti, hijo mío?
   Esaú se largó a llorar.
  —¿No tienes más que una bendición, padre mío? —dijo—. ¡Bendíceme a mí, a mí también, oh padre mío!
   Entonces, Isaac le dio una bendición de consuelo; diciéndole que iba a ser esclavo de su hermano, pero sólo hasta que se fortaleciera lo suficiente como para liberarse del yugo. Ya que a Jacob le había dicho que sus hermanos le servirían, pero no por cuánto tiempo. Como verán, esto de las bendiciones también puede tener letra chica.
  Esta bendición no conformó para nada a Esaú, que prometió matar a Jacob en cuanto Isaac muriera. Esto llegó a oídos de Rebeca y ella envió a Jacob a lo de un tío, Labán, para que se quedara a vivir con él hasta que a Esaú se le pasara la calentura.
   Un tío explotador, como el mío. Eso lo veremos la próxima.

     (1) Génesis 26:7
     (2) Génesis 27:29
     (3) Génesis 27:36

domingo, 6 de mayo de 2012

LAS MANOS VACÍAS

Añooo… ¿96? Ponele.

Sábado a la noche. Todavía soy amigo de Germán P. Voy a su casa a tomar unas cervezas, a boludear. Estoy seco. En aquel entonces, no tengo mucho ingreso. Paseo un solo perro, King, un boxer hijo de puta que no puedo juntar con otros animales porque los quiere matar. Y es fin de mes. La casa de Germán P queda a unas treinta cuadras de la mía. Voy a pie porque no tengo guita ni para el bondi. Cuando estoy a una cuadra de la casa, me intercepta un señor, cuarenta y largos, mucho olor a alcohol. Me pide una moneda. Le digo que no tengo e intento seguir mi camino. Se me acerca mucho, me agarra de la ropa.

—Dame toda la guita, pibe —me dice.

—No tengo —repito—. Caminé treinta cuadras porque no tengo ni para el colectivo.

Duda. Se acerca más aún. Respiro su aliento. Unos minutos así y voy a quedar tan borracho como él.

—¿Y entonces qué tenés ahí?

Señala mis bolsillos abultados.

En aquel entonces, tengo la costumbre de levantar porquerías de la calle y llevarlas encima. No me pregunten el motivo, lo desconozco. Meto mis manos en los bolsillos, las saco repletas de cosas, se las tiendo. Piedritas, bolitas, almejas, esos frutitos pinchudos de los pinos, una calaverita de juguete que alguna vez fue parte de un llavero, cordones, una llave de auto, monedas de diez años antes, unos anillos, un silbato metálico, dados, además de mis pañuelos —uno en cada bolsillo, para no confundirlos: el de los lentes y el de los mocos—.

El tipo mira todo esto, atónito. Después, me mira a los ojos.

—Vos estás peor que yo… —me dice—. Disculpame, pibe. A mí no me gusta hacer esto, pero estoy sin laburo y le tengo que dar de comer a la familia. ¿Querés un pucho?

Me tiende un atado.

—No, gracias. Eso sí tengo.

—Chau, pibe. Disculpame, eh…

—Todo bien. No se preocupe.



Misma época, poco antes, poco después. También un sábado a la noche. Salimos de joda con Leonel M y otros pibes. Estamos tomando unas cervezas en una plaza de Saavedra. A las doce se nos va a sumar Germán P con otros amigos. Como quedamos en encontrarnos con él en determinada esquina, a unas cuadras de ahí, y los pibes tienen fiaca de trasladarse, me piden que lo vaya a esperar yo, que vengo a ser algo así como el amigo oficial de Germán P —el resto lo conoce a través de mí—.

Voy hasta la esquina en cuestión. A media cuadra, en aquel entonces, hay un boliche cuyo nombre no recuerdo. ¿Margarita? Algo así. Germán es un hijo de puta y siempre llega tarde. Ese día no es la excepción. Espero, espero, espero. Germán no aparece. Pero se acerca a mí un muchacho de unos veintipico, vestido de negro, alto, me lleva más de una cabeza. Tiene mucho olor a alcohol y camina tambaleándose. Se apoya en un puesto de diarios cerrado y, así afirmado, me dice:

—Dame una moneda, vieja.

—No tengo —miento. Esta vez sí tengo algunas.

Me mira con una mueca de sorna, desafiante.

—Sí que tenés.

Se me erizan los pelos de la nuca. Me tenso, como un gato, alerta. Lo mido. Me mide. Junto a nosotros, la gente pasa.

—En serio, no tengo. Pero estoy esperando a unos pibes que tal vez tengan. Si querés, podés esperarlos conmigo y pedirles a ellos.

El gesto se torna amenazante.

—¿Me estás apurando? —me pregunta.

—No… Solamente te digo…

Germán y la re concha de tu putísima madre.

—Vamos una cuadra para adentro y hacemos un mano a mano, si te la bancás.

No me la banco una mierda; aunque da la impresión de que si le sacás el puesto de diarios, el tipo se cae al piso todo lo alto que es.

No respondo. Reprimo las ganas de irme. Intento conservar mi dignidad. Dejo de atenderlo con la esperanza de que se canse y se vaya. No funciona.

—Dame el reloj —me dice.

Miro el reloj. Imagino mi muñeca sin él. No me gusta la imagen. No quiero dárselo. Pero tengo miedo de que haga algo para obtenerlo. Esas cosas raras de la cabeza, lo único que atino a decir es:

—¿Por qué?

Duda.

—Porque soy un ladrón —responde.

Su argumento es contundente. Sin embargo, no logra su objetivo. Decido que he escuchado suficiente por esa noche. Me cago en tu madre puta, Germán, pienso, y emprendo el camino hacia donde me esperan los pibes.

—¡Corrés! —me dice el ladrón, con un grito de borracho.

Las ganas me sobran, pero me fuerzo a caminar despacio. Llego a la esquina. Me volteo. El tipo sigue apoyado contra el puesto de diarios.

—¡Corrés! —repite.

Cruzo Cabildo. Lo miro por última vez. Sigue en la misma posición. Tal vez me habla. No lo sé. No lo escucho. Me alejo hacia la plaza por una calle lateral. Cuando salgo de su radio de visión, por las dudas, corro.