domingo, 22 de diciembre de 2013

CASTIGO MULTIPLE CHOICE

Segundo Libro de Samuel, capítulo 24.


Al igual que Saúl, David se mandó dos cagadas importantes durante su reinado. Ya hemos visto que las de Saúl fueron imperdonables, porque su pecado fue obrar con autonomía y Dios castiga con gran severidad a quien no obedece ciegamente sus mandatos. En cambio, las de David fueron menores y fue posible saldarlas mediante sendos correctivos.

La primera cagada, el asunto de Bat-Seba, fue fruto de la lujuria y quedó saldada con la muerte de un bebé y la cepillada que Absalón les dio a las concubinas de su padre.

La segunda cagada que se mandó David fue censar al pueblo de Israel.

Ustedes se preguntarán qué tiene de malo hacer un censo.

Hacer un censo significa poner la confianza en la fuerza física del pueblo, en su potencia militar, en vez de depositarla plenamente en Dios.

Contar gente es un acto de soberbia.

El hombre es una mierda. Sólo vale cuando goza del favor de Dios. Esa es la gran enseñanza de la Biblia, que atraviesa el texto de principio a fin.

Mas el corazón de David le remordió después de que hubo contado al pueblo. Y dijo David a Jehová: ¡He pecado gravemente en lo que acabo de hacer! Ahora pues, oh Jehová, te ruego perdones la iniquidad de tu siervo, porque he obrado con mucha insensatez.

A la mañana siguiente, Gad profeta, vidente de David, tuvo revelación de Jehová que decía:

Vé y di a David: Así dice Jehová: Tres cosas voy a proponerte. Escoge una de ellas para que yo te la otorgue.


A saber:

 a. Siete años de hambre para tu pueblo.
 b. Que por tres meses seas derrotado por tus enemigos.
℻ c. Tres días de peste en tu tierra. (1)


David eligió la peste. Murieron setenta mil personas y, con eso, la falta cometida quedó saldada. (2)


(1) 2° Samuel 24:11-13
(2) 2° Samuel 24:15

domingo, 8 de diciembre de 2013

DETRÁS DEL VIDRIO


Se acerca el horario de cierre y un coche entra al local. Pasa muchas veces. Una cagada, porque hasta que el coche no se va, no podés bajar la cortina. Y corrés el riesgo de que entre otro cliente que te haga quedar de garpe una hora más.

Del coche baja un pelotudo importante. Pelitos parados, piel anaranjada de cama solar, anteojos negros, mascando chicle. Se para frente al exhibidor de llantas deportivas, se quita los lentes. Pasea la mirada por la mercadería.

—¿Qué tenés para este? —pregunta entre mascada y mascada de chicle, señalando el auto—. Algo lindo, algo pistero.

Llevo dos años trabajando acá y este tipo de gente me hace sentir las mismas náuseas que el primer día.

—Mirá, tenés esto, tenés esto otro, lo de más allá… —le digo, señalándole las llantas compatibles con la marca de su coche. Omito lo de lindo —y especialmente lo de pistero—, todo lo que le muestro me parece igual. Los autos nunca me interesaron en lo más mínimo —excepto, tal vez, aquellos pequeñitos con los que jugaba a los tres años—, de modo que tampoco me fijo, claro está, en las llantas ni en cualquier otro accesorio que puedan llevar.

No es que no tenga criterio estético. Soy dibujante, no carezco de eso. Pero luego de dos años de trabajar acá, la falta de interés se ha convertido en desagrado, y no puedo ver bello ninguno de esos objetos. Salvo en raras ocasiones en que logro imaginarme que son otra cosa. Diseños de escudos de guerreros vikingos, por ejemplo. Sólo así puedo decirte que alguno me gusta más que otro.

—Kari, mirá —le dice el tipo naranja a su novia, que se ha quedado dentro del coche—. Bajate, vení… ¿Cuál te gusta más? ¿Esa o aquella?

La mina se baja del coche. Me parece notar en su cara una expresión de fastidio, aunque tal vez sólo sea una proyección de mi propio estado de ánimo y a ella le gusten las llantas tanto como al pelotudo de su novio. Ella no es naranja, eso me agrada. Lleva puesta una camperita corta que me permite mirarle el culo mientras ella compara las llantas que le señala su novio.

—¿Cuáles decís?

—Esa que tiene los rayitos torcidos, que parece que fuera un pulpo.

La mina se ríe.

—¿Un pulpo? —pregunta.

—Sí… —dice él—. Esa que tiene la tapita roja. De la fila de arriba, uno dos tres, la cuarta.

—Ah… —dice ella—. Sí. ¿Y la otra?

—La de allá, la que tiene cinco rayos y tachas.

Llega Manuel con la camioneta. Estaciona de culata y se pone a descargar mercadería. Mira su reloj y a la parejita. Le echa un vistazo al culo de la mina. Se muerde el labio inferior, menea la cabeza. No logro interpretar si su gesto significa «Qué pedazo de orto» o «Mirá a qué hora caen estos hijos de puta».

—¿Esa es la del Gol GTI? —me pregunta el tipo naranja.

—No —respondo—. Es parecida.

—¿En rodado quince la tenés?

—Sí.

—¿La podemos apoyar en la rueda del auto para ver cómo queda?

—Dale.

Mi tío sale de la oficina a trompicones, acelerado como siempre. Despeinado, la ropa arrugada, un pedazo de camisa sobresaliendo por debajo del pulóver. Parece que hubiera dormido vestido con la ropa del día anterior. Lleva las medias puestas por arriba de las botamangas del pantalón. Esto le forma a la altura de los tobillos unos bultos que parecen pelotas de tenis, lo que le da un aspecto bastante ridículo. Supongo que lo hace para evitar que le entre frío por debajo del pantalón. A veces, usa de ese modo una sola media.

Este es el hombre para el que trabajo. Si no fuera por él, jamás se me habría ocurrido meterme en este rubro. Tampoco lo habría hecho de no haber necesitado imperiosamente el dinero, siendo que —aparte de no interesarme los autos— mi tío deja mucho que desear como empleador y como persona, y este es un modo muy suave de decirlo. Trabajo aquí desde que las deudas con los bancos hicieron que mi vieja perdiera nuestra casa y lo haré hasta que la empresa de mi tío caiga, entre tantas otras, con la crisis de finales del 2001; pero para eso falta más de un año.

Ahora mi tío está pasando junto a mí con el andar rápido y torpe que lo caracteriza.

—Me voy, Guille —dice—. En un rato, Marta de Neumen te va a mandar un pedido por fax. Lo va a pasar a buscar mañana a primera hora.

—O.K. —digo.

—Apenas llegues, lo preparás, Manuel —dice—. Lo de Maynar lo dejamos para después del mediodía.

—Bueno —dice Manuel.

—Hasta mañana —dice mi tío—. Estoy en el móvil.

Como todas las tardes, al salir casi se lleva puesta la pila de cubiertas que está atada junto a la puerta.

Busco la llanta que quiere el tipo naranja y la sostengo junto a su coche para que la vea presentada.

Retrocede unos pasos. Mira con una mueca estúpida.

—¿Y? —dice—. ¿Qué te parece, Kari?

—Está buena… —dice ella.

Manuel terminó de descargar la camioneta. Pasa por detrás de ellos, aprovecha para echarle otro vistazo al culo de la mina y entra en la oficina. Al rato, sale con el handy en la mano. Me lo tiende.

—Te llama —dice.

Tomo el handy.

—¿Cuánto está? —pregunta el tipo naranja.

—Doscientos cincuenta cada una —respondo. Eso suma más que un sueldo mío.

—¿Y cubiertas como para esto tenés? —pregunta Naranja.

Pipip, suena el handy.

—Guille… —dice la voz de mi tío con tono de fastidio.

—Atendelo que yo sigo —dice Manuel.

—Dale.

Aprieto el botón del handy.

Prip.

—Decime, Omar —digo.

Pipip.

—Traeme los anteojos que me los olvidé en el escritorio —dice—. Estoy en la estación de servicio.

Prip.

—Dale.

Tomo los anteojos y salgo. Voy hacia la esquina. Saludo al tipo de la Esso. Busco el Suzuki blanco con la mirada. Omar me toca bocina. Camino hacia él.

—¡Rápido! —dice el playero—. ¡Dale las antiparras que no puede despegar!

Nos reímos.

Mi tío baja el vidrio de la ventanilla y me tiende la mano. Le doy los anteojos.

—¿Qué te dijo el playero? —pregunta.

—Nada… —digo—. Un chiste.

Se pone los anteojos. Me mira con desconfianza.

—Bueno —dice—. Nos vemos mañana.

—Nos vemos mañana —repito.

Sube la ventanilla y parte veloz.

Me dispongo a volver al negocio cuando siento que alguien me llama.

—¡Guille!

Al voltearme la veo a Graciela, que cruza la avenida Juan B. Justo al trote, viniendo hacia mí. Algo en esa imagen me impacta. Ella está fuera de contexto. Desde que comenzamos nuestra relación, nunca quise que me buscara a la salida del laburo; siempre nos encontramos a tres cuadras, en Juan B. Justo y Corrientes. Ahora que nuestra relación terminó —aunque ella se niegue a aceptarlo—, decide atravesar ese límite. La veo y me parece que su figura hubiese sido recortada de otro lado y pegada sobre este escenario. La sensación es tan extraña como lo sería si lo que cruzase la avenida fuese un oso polar. ¡Tú no eres de aquí! ¡Tú no eres de aquí!

—Guille… —repite cuando llega hasta mí. Resuella. Me da la impresión de que finge estar más agitada de lo que realmente está. Me mide un segundo y aproxima la cara para saludarme. La dejo hacer. Nuestras mejillas entran en contacto. No la rechazo, pero tampoco hago ruido de beso.

—Ya te estás yendo, ¿no? —dice.

—Sí —respondo—. Termino con unos hijos de puta que acaban de entrar al local y me voy.

—Quisiera hablar con vos un segundo. ¿Tenés tiempo para que nos tomemos un café o de acá te vas a algún lado?

—Me voy a encontrar con Leonel —miento.

—Bueno. Te acompaño a la parada de colectivo, entonces. ¿Puede ser?

—Como quieras, pero mirá que me voy corriendo.

—O.K. Por lo menos hablamos un rato. Te espero.

Asiento con un movimiento de la cabeza y vuelvo al local.

Después de nuestro último encuentro sexual, el día que me regaló la estatuilla espantosa, decidí que la historia no daba para más. Nos volvimos a encontrar en un café y le dije que me parecía que nos estábamos engañando: que ser amantes o amigos que eventualmente satisfacen sus necesidades mutuas —como ella nos había llamado— era exactamente lo mismo. Y que seguía pensando lo que le había dicho antes: que teníamos una relación que nos hacía daño, que el hecho de que ella sintiera por mí algo que yo no sentía por ella provocaba escenas de celos y otras situaciones desagradables que yo no deseaba seguir viviendo.

—O.K. —dijo—. Tenés razón. Fue un error proponerte tener sexo la última vez. Eso mezcló las cosas. Quiero ser tu amiga. Quiero que cada tanto nos juntemos a tomar un café, como ahora, y que charlemos de nuestras vidas. Que compartamos nuestras frustraciones, nuestros logros. Que de vez en cuando vayamos al cine. Todo lo que hacen los amigos.

—No, Graciela —dije—. Eso decís ahora, pero terminaríamos igual que siempre. Me parece que, al menos por un tiempo, tendríamos que dejar de vernos.

El rostro se le oscureció. Parpadeaba.

—¿Es una decisión tomada? —preguntó.

—Sí —dije.

—Está bien… —dijo—. Si así lo decretás…

En el negocio, Manuel ya está trabajando con el auto del tipo naranja.

—Te ayudo —le digo—, así lo terminamos más rápido.

—Dale.

Terminamos el trabajo. El tipo naranja se va contento. Cerramos las puertas de vidrio, bajamos la persiana. Apago todas las luces, menos las de la oficina. Nos cambiamos, nos lavamos las manos. Cuando volvemos a la oficina, Graciela está parada en el frente del local. Mira a través de las puertas de vidrio intentando divisarme. La oficina está separada del frente por la playa de estacionamiento. Si bien está iluminada, el vidrio de las ventanas es espejado. Podemos ver a Graciela, ella a nosotros no.

—¿Y esa? —pregunta Manuel.

No respondo.

Se ríe.

—No me digas que es la viejita que te cogías —dice.

Sonrío sin ganas.

—Sí… —digo.

Manuel sigue riendo.

—¡Ta buena la veterana! —dice—. ¿No era que ya no la veías?

—Sí. No sé qué carajo quiere.

—Yo sí sé.

—Qué boludo que sos… Bueno, si te gusta y sabés lo que quiere, dáselo vos.

Se ríe.

—No —dice—, gracias. Si después me va a perseguir como a vos, paso. ¿Vamos?

—Andá yendo. Yo voy a hacer un llamado antes de irme.

—¿A la policía?

—No, boludo. A SWAT. Y a Brigada A. Todo junto.

Se ríe.

—Bueno, Guillín —dice—. Nos vemos mañana.

Sale. Veo cómo Graciela lo intercepta. Le habla. Manuel señala hacia dentro, dice algo y se va. Graciela vuelve a mirar a través del vidrio.

No tengo ningún llamado que hacer. Sólo quiero dilatar un poco la salida. Respirar un poco, descansar, antes del encuentro desagradable que me espera.

Me siento en el escritorio de mi tío. Miro a Graciela. Tiene algo en la mano. Parece un cuadro. Trato de recordar si lo tenía hace un rato, cuando la vi en la esquina. Juraría que no. Lo apoya en el piso. Con las manos se hace un techito sobre los ojos y se pega al vidrio.

Giro la silla. Aparto la vista de Graciela y la clavo en un punto indeterminado de la pared. Apago la luz. Cierro los ojos. Estiro las piernas. Respiro.

Tuerzo la cabeza para mirarla otra vez. Ahora tiene las manos juntas, como si rezara. Y habla. Cierro los ojos, los vuelvo a abrir. Vuelvo a poner la silla de frente. Me inclino sobre el escritorio. Quiero estar seguro de que lo que veo es cierto. Sí: mueve los labios. Sabe que la miro y está rogándome que salga.

Afuera ya es de noche. Negra sobre fondo negro, la figura de Graciela sólo se recorta por los destellos fugaces de los autos que corren por Juan B. Justo. No puedo dejar de mirarla. Lo que está haciendo me horroriza y me fascina al mismo tiempo.

Enciendo la luz de la oficina para cortar el embrujo.

Levanto el tubo del teléfono. Llamo.

—Hola…

—Hola. ¿Claudio?

—¡Sí! ¿Qué hacés, pibito? ¿Cómo andás?

—Bien, pibito. Acá, en el laburo.

—¿Todavía?

—Sí. Pero ya cerré. Y adiviná quién me está esperando en la puerta…

Se queda unos segundos en silencio. Después se ríe.

—Nooo… —dice.

—Síii… —digo.

—Bueno, vos te metiste donde no debías. Ahora estás pagando las consecuencias. ¿Viste esos cuentos de Lovecraft en los que el tipo se mete en un lugar antiguo y tenebroso, y ve algo que lo deja marcado de por vida?

Me río.

—Sí… —digo—. Algo inenarrable.

Se ríe.

—Tal cual —dice—. Y el tipo se vuelve loco y se pone a escribir el relato. Y comienza diciendo —cambia la voz—: «Me están acechando. Sé que pronto moriré. Pero antes he de narrar los horrores de los que he sido testigo».

Me río.

—Qué hijo de puta… —digo.

—Bueno, esto es igual. Ahora ya es tarde, pibito. Tendrías que haber huido antes.

—Aún estoy a tiempo de suicidarme.

—Da igual. También te va a perseguir del otro lado.

—Tenés razón.

—¿Estás esperando a que se aburra y se vaya? Si es así, vas muerto, eh…

—No… Estoy haciendo un toque de tiempo. Me tomo cinco minutos, me tomo un té.

—No sabés la última…

—¿Qué?

—¿Viste el cuadro feo que tiene en el comedor, al lado de la puerta de la cocina?

—¿Cuál?

—Uno que tiene un puente que cruza un río. Con árboles de fondo y flores por todos lados. Re pedorro.

—Creo que sí. Ahora no me acuerdo. Pasa que cuando entraba al departamento, me iba corriendo a la pieza para que los gatos no me devoraran. No tenía tiempo de fijarme en esos detalles.

Se ríe.

—No importa —dice—. Tiene un cuadro así como te digo. Y la nueva es que recortó una foto en la que vos y ella están abrazados y los pegó en el cuadro, parados en el medio del puente.

Me río.

—Dios… —digo—. No te puedo creer… —Miro el cuadro a los pies de Graciela—. Entonces es eso lo que tiene ahí…

Se ríe.

—No… —dice—. ¿En serio? ¿Te lo llevó hasta allá? Qué hija de puta… Te lo quiere regalar.

—No entiendo. Recién en la esquina no se lo vi. Y es un cuadro grande.

—Sí, bastante.

—Qué locura… Esta mujer no tiene límites.

—Como Yog-Sothoth.

Nos reímos.

—Bueno, pibito —digo—. Te voy dejando. Tengo una cita con la muerte.

—O.K. Haceme llegar de algún modo el manuscrito con tus últimas palabras.

—Dale. Te lo mando con una alimaña descarnada de la noche.

—Dale. Nos vemos el sábado.

—Nos vemos el sábado.

Corto.

Graciela sigue con su ritual.

Me pongo la campera. Me calzo la mochila. Activo la alarma. Salgo.

—Pensé que no salías más… —dice Graciela.

—Tenía que llamar a unos clientes —digo.

—Ah…

—Vamos que estoy apurado —digo, y me pongo en marcha.

—¿Tan rápido te tenés que ir? —pregunta.

—Sí —digo—. Tengo que llevarle una llave a Leonel. Es urgente. Y con los hijos de puta que me entraron al local a último momento y los hijos de puta que tuve que llamar antes de irme, se me hizo re tarde. De acá tengo que ir a Olivos, y de Olivos volver a Munro. Voy a llegar con el tiempo justo para bañarme, comer y acostarme a dormir.

—Bueno. Gracias por darme unos minutos, entonces.

—…

Llegamos a la esquina. Mientras esperamos que el semáforo nos dé paso, miro el cuadro de reojo. Me lo muestra.

—¿Te gusta? —dice.

Me encuentro con algo distinto a lo que espero. Son dos angelitos bastante espantosos. Tienen cara de vieja. Visten taparrabos azules y vuelan contra un firmamento rosado.

—Ajá… —digo.

—Lo encontré recién, en la esquina.

—…

—Me lo llevo a casa.

—…

El semáforo se pone en verde. Cruzamos.

—¿Cómo estás? —me pregunta.

—Bien —digo.

—¿Tu tío? ¿Igual que siempre?

—Igual que siempre.

—¿El curso de historieta?

—Bien.

—¿Dibujaste algo nuevo?

—Poco. No tengo mucho tiempo.

—Me imagino…

—…

—¿Conociste alguna chica?

La miro.

—No —digo.

—Ah… No te enojes… Preguntaba nomás…

—No me enojo.

—Bueno, se ve que no tenés muchas ganas de hablar…

—…

Llegamos a la parada del setenta y uno.

—Cuando levantás la pared sos terrible —dice.

—…

—Yo quería hablar de nosotros. De lo que nos pasó. No entiendo por qué tenemos que terminar así. Necesito saber por qué decidiste cortar nuestra relación.

—Ya te expliqué por qué.

—No, nunca me explicaste…

—Sí, lo hice… Más de una vez.

—Bueno, tal vez no fuiste tan claro como creíste. ¿Podés explicármelo de nuevo? Creo que me lo merezco. Hasta a los condenados a muerte se les da derecho a una última voluntad.

—No, no puedo. Me tengo que ir. Ahí viene mi colectivo.

—¿Te lo vas a tomar?

—Claro… Te dije que me tenía que ir corriendo.

—¿Me vas a dejar así?

La miro a los ojos.

—Sí —digo, y le hago una seña al colectivero para que se detenga.

Graciela tiene aspecto de bruja, pero no lo es. Si lo fuera, la mirada que me lanza me haría caer los dientes.

domingo, 24 de noviembre de 2013

ABSALÓN SE TRINCA A LAS MINAS DE SU PADRE

Segundo Libro de Samuel, capítulos 15 al 20.


He aquí que yo levantaré el mal contra ti de en medio de tu misma familia. Y tomaré tus mujeres ante tu misma vista, y las daré a tu prójimo, el cual se acostará con ellas a vista de este sol. Porque tú lo has hecho en secreto, mas yo haré esta cosa delante de todo Israel, y delante del sol. (1)

Así había maldecido Jehová a David, a través de Natán profeta, por su conducta execrable en el asunto de Bat-seba.

Contrario a lo que sucede con los políticos, todo lo que Dios promete se cumple. Y el castigo le llegó a David por mano de su hijo Absalón, a quien un día se le dio por intrigar contra su padre.

A tal fin, Absalón tomó por costumbre levantarse de madrugada y colocarse junto a la puerta de la casa de su viejo. Y era así que cuando alguno que tenía un pleito venía  al rey para pedir justicia, él le llamaba a sí y le decía:

—Mirá, tu causa es buena y justa; pero acá están todos ocupados y no te van a dar ni la hora. ¡Ojalá fuese yo juez en la tierra, para que ante mí compareciese todo aquel que tuviese algún pleito, que yo le haría justicia! (2)

De este modo hacía Absalón con todo Israel que venía a pedir justicia al rey, con lo cual robó el corazón del pueblo.

Luego de cuatro años era mucha la gente que lo seguía, incluso Ahitofel, consejero de David.

Entonces vino a David un mensajero que le dijo:

¡El corazón de los hombres de Israel se va en pos de Absalón!

Y David se cagó en las patas.

—¡Rajemos! —les dijo a todos sus siervos que estaban con él en Jerusalem—. ¡No sea que el pibe venga, y traiga el mal sobre nosotros, y hiera la ciudad a filo de espada! (3)

Salió pues el rey. y toda su gente tras él; mas el rey dejó diez concubinas para que guardasen la casa.

Mientras David huía hacia el desierto, Absalón y sus hombres llegaban a Jerusalem, con Ahitofel entre ellos.

Dijo, entonces, Absalón a Ahitofel:

Dad vuestro consejo sobre lo que debemos hacer.

Y Ahitofel respondió a Absalón:

Llégate a las concubinas de tu padre, las cuales él ha dejado para cuidar de la casa, y todo Israel oirá que te has hecho aborrecible a tu padre, con lo cual se fortalecerán las manos de todos los tuyos. (4)

En efecto, armaron una carpa en la terraza del palacio —la misma terraza desde la que David, años antes, había visto a Bat-seba en pelotas— y ahí Absalón se garchó a las concubinas de su padre, a la vista de todo Israel. (5)

Una vez cumplido el designio divino, el favor de Jehová volvió a David, que presentó batalla a su hijo y salió vencedor.

Y cuando David regresó a su casa en Jerusalem, tomó a las diez concubinas que había dejado para cuidar de la casa —las cuales habían sido usadas por su hijo— y las puso en reclusión, y las sustentó; pero nunca más se llegó a ellas. Y permanecieron encerradas hasta el día de su muerte, en viudez perpetua. (6)


(1) 2° Samuel 12:11, 12
(2) 2° Samuel 15:2-4
(3) 2° Samuel 15:14
(4) 2° Samuel 16:21
(5) 2° Samuel 15:22
(6) 2° Samuel 20:3

sábado, 9 de noviembre de 2013

GATOS (Última parte)

Los primeros gatos que conocí, o los primeros que recuerdo, eran dos hembras. Madre e hija, vivían en la casa de mi abuela Yolanda. No tenían nombre, mi abuela no se había tomado el trabajo de buscarles uno. Porque realmente no quería a los gatos. Tampoco a las personas. La relación que la unía tanto a unos como a otros era meramente utilitaria. La función que cumplían los gatos era la de cazar o ahuyentar a las ratas. Para animales de compañía tenía a sus hijos y a sus nietos, los favores de los cuales creía poder comprar con dinero. En algunos casos le resultaba.

A falta de nombre, llamábamos a las gatas la gata buena y la gata mala. La mala era la madre. Le decíamos así porque, después de terminar con su comida, se apropiaba del plato de su hija espantándola a zarpazos.

No hay prienda que no se parezca al dueño, dicen en el campo.

Después de estas, me acuerdo del gato que vivía en el laburo de mi viejo cuando yo tenía trece años.

Mi viejo laburaba en un diario. Ya divorciado, en una época en que andaba mal de guita y no le alcanzaba para pagar un alquiler, arregló con los dueños para vivir en el lugar. De modo que Silvana y yo pasábamos los fines de semana ahí.

La gente del diario había adoptado a un gato de la calle. Blanco y negro, le faltaba parte de una oreja y la mitad de la cola. Más que un gato de avería, este es un gato averiado, decía mi viejo.

Una de las imágenes de mi infancia que tengo grabadas en la memoria es la del gato averiado durmiendo la siesta en medio del galpón en el que están las maquinarias, tirado al sol que entra por la ventana.

Es una foto con sonido. Escucho el rumor de las palomas.

Después viene el gato negro de Germán P. En un principio le decían Charola, hasta que Alejandro O, amigo de la familia, descubrió el error.

—¡¿Qué Charola, boludo?! —dijo—. ¡Esto es un gato! ¡Mirá las pelotas que tiene! —Se las toqueteó con la punta de los dedos mientras se cagaba de la risa—. Tiqui tiqui tiqui tiqui…

—Tenés razón, boludo… —dijo Germán—. ¡Mamá!

—¡¿Qué?!

—¡Charola es Charolo!

Y así lo llamaron a partir de ese momento.

El caso inverso se dio con la gata de Rocío M, amiga mía desde la escuela secundaria. Alguien vio bolas donde no las había y, de nombre, al animal le pusieron Zeus.

Contrario a lo que sucedió con Charolo, una vez descubierto el error no se cambió el nombre de la gata por el de Hera, ponele, o el de Palas Atenea. Mi amiga decidió que, independientemente del sexo que tuviese, el animal seguiría llamándose Zeus.

Zeus es una gata atigrada, muy peluda, de ese color gris que casi parece verde. Es como un gato montés en miniatura, compacta y con algo de sobrepeso. Rocío dice que es mala y, casi siempre que voy de visita a su casa, la encierra en su habitación. Cuando la deja suelta, me quito las ganas de acariciarle la panza.

—¡Tené cuidado que es mala! —me advierte Rocío.

Yo chasqueo la lengua en señal de escepticismo y sigo con lo mío.

—Después no digas que no te avisé… —dice Rocío.

A veces Zeus me muerde, pero no muy fuerte, como suelen hacer algunos gatos cuando les tocás mucho la panza. Es como si se sintiesen sobreestimulados y tuviesen que descargarse por algún lado.

En el año 98 conocí a Graciela M y a sus gatos. Ya he hablado en otra parte sobre ellos y sobre lo hacinados que vivían en el comedor del departamento. La manada oscilaba entre los doce y los quince individuos, en la medida en que los gatos nacían y morían. Cada tanto, Pamela —la mujer de las zarpas— mataba algunos gatitos sumergiéndolos en agua a escondidas de su madre, para frenar el crecimiento demográfico. Graciela ni se enteraba de esas bajas, porque no sabía qué cantidad de gatos había.

Eso tiene un nombre, como diría mi vecina. Se llama Síndrome de Noé.

Ni se sabía el número exacto de gatos ni estos tenían nombre. Eran un enorme gato múltiple y se movían como tal. Alguno de los habitantes humanos de la casa entraba al lugar con comida y se abalanzaban todos juntos sobre él, con un único maullido lastimero y aterrador.

Uno solo existía fuera de la manada. Tutankamón. Negro, enorme, imponente, era el único con identidad propia y con derecho a entrar en la habitación. Cada tanto, Graciela se lo permitía; pero también solía entrar a la fuerza, empujando la puerta con su cabeza descomunal.

A menudo fantaseaba que Graciela y ese gato eran una misma entidad. A pesar de que, la mayoría de las veces que veía al gato, Graciela estaba presente. Eran dos y a la vez eran uno, así como Dios Padre y Dios Hijo.

Ese mismo año conocí a la gata de Néstor G, con quien compartí mi experiencia psicodélica.

Tiempo después, Néstor rescató a un gato de la calle. Por el modo en que se comportaba, se dio cuenta de que el animal no veía. Tenía los ojos lastimados. Lo llevó al veterinario. Decir que el gato tenía heridas en los ojos es poco; el examen reveló que, directamente, estos le faltaban. Alguien se los había arrancado y había raspado las cuencas hasta dejarlas limpias.

De nombre, Néstor le puso Borges.

Para la misma época, alguien le regaló un gato a Silvana. Neo. Blanco con la cola gris. Al poco tiempo, tanto mi viejo como el gato se enfermaron de cáncer. Mi viejo murió primero. Unos días después, Neo desapareció. Más tarde nos enteraríamos de que un vecino lo había visto entrar a un galpón abandonado arrastrándose por debajo de la puerta. Como suelen hacer los gatos, había buscado un lugar solitario para morir. Pero en el momento que estoy narrando, Silvana aún no lo sabía. Durante tres días, salió a la puerta en los horarios en que Neo solía regresar para comer y lo llamó. Yo me quedaba adentro, escuchando cómo crecía la carga de angustia de su voz a cada llamado. Luego entraba a la casa y se quedaba en silencio largo rato.

Silvana negó las evidencias todo lo que pudo. Aceptar la muerte de Neo era algo muy duro para ella. A través de él, mi viejo moría por segunda vez.

Pasaron unos meses. Una noche que Silvana volvía de la casa de una amiga, al llegar a una esquina, sintió unos maullidos que la llamaban. Se detuvo. Miró hacia el lugar del que provenía el llamado. De la oscuridad surgió una gata gris atigrada. Petisita, redonda. Llegó trotando a los pies de Silvana y allí se plantó, mirándola a la cara, sin dejar de maullar.

—¡Miau miau miau miau miau miau miau!

Cuando abrí la puerta de casa, encontré a Silvana con la gata en brazos.

—¿Nos la podemos quedar? —me preguntó, torciendo la cabeza con gesto de niña implorante.

Decidimos que la gata se quedaría con nosotros a pesar de que parecía preñada, lo cual era un problema. Luego del parto, intentaríamos conseguirle un hogar a los gatitos.

No hizo falta. La gata no estaba preñada, era gorda nomás. Y, como pueden apreciar en la foto de arriba, lo sigue siendo.

Intentamos ponerle un nombre, pero nuestros esfuerzos fueron infructuosos. Todo nombre que le hemos puesto, ha desaparecido. Siempre terminamos llamándola la gata, la gata de Silvana o la misha. Sucede que no es una gata, sino la gata. La más bella del universo, como también podrán apreciar en la foto.

El veterinario calculó que, al momento de que la encontráramos, la gata tenía aproximadamente un año. A menudo me pregunto cómo habrá sido ese primer año de vida de la gata: dónde habrá nacido, cómo fue que llegó a la esquina en la que se encontró con Silvana, si la habrán abandonado o se habrá perdido, si tenía un nombre que se le cayó en el camino, si alguien sufrió su pérdida tanto como Silvana disfrutó su aparición.

Tal vez ese primer año no existe. Tal vez la gata vive en un bucle temporal. Cuando llega a un punto, retrocede hasta ese primer momento —que, visto así, no sería el primero— y vuelve a encontrarse con Silvana. La reconoce, la llama y el ciclo se reinicia.

Conocí a María R por internet, en el Café Literario de El Sitio, poco después de que mi viejo muriera. Meses más tarde, nos conocimos personalmente y nos pusimos de novios. Al comienzo de nuestra relación, María tenía nueve gatos. Cuando nos separamos, ocho años después, solo quedaban dos. Las hembras habían muerto y la manada había ido menguando.

A diferencia de los gatos de Graciela, estos contaban con un patio. De modo que iban y venían por todo el barrio con total libertad.

Algunos, incluso, nunca entraban a la casa ni se dejaban tocar. Habían sido paridos en algún lugar escondido y, al no haber tenido contacto con humanos durante sus primeras semanas de vida, habían quedado ariscos. Solo acudían al patio a la hora de comer.

Cuando llegué, digo, había nueve gatos. Cinco hembras y cuatro machos —no todos tenían nombre—: la Vieja, la blanca y negra, dos hembras tricolores, una rubia atigrada, el Viejo, Fígaro, Pompón y Muñeco. Los responsables de que estos dos últimos tuvieran nombres tan espantosos eran los padres de María. Me vi obligado a rebautizarlos. No lo hice de inmediato, esperé a que ellos mismos me dieran sus nombres. Pompón se llamó Simón, por Simon de El Señor de las Moscas —aunque más tarde descubrí que, de personalidad, se parecía más a Piggy—. Muñeco se llamó Mr. President, después de que María soñara que el gato era presidente de la República Argentina.

La más grande de las hembras tricolores vomitaba mucho. Le puse Náusea. Como la otra era muy parecida pero más chica, le puse Nausícaa.

La rubia atigrada murió poco después de que yo llegara —solo tenía unos meses de vida—. La blanca y negra nunca me dijo cómo se llamaba. De toda la manada, era la más arisca. Si la seguías, huía. Si la acorralabas, gritaba desesperada. Un día, estando nosotros en el patio, entró curioseando a la casa y se metió en nuestra habitación. Cuando la vio a María asomar por la puerta, se puso a gritar mientras saltaba chocando contra la ventana cerrada una y otra vez, como hacen las moscas.

Al Viejo y a la Vieja se les decía así por razones obvias. Y a las gatas, a todas las de la manada, la madre de María solía llamarlas putas. La Vieja era «esa vieja puta», por ejemplo, o «vos, vieja puta». Cualquiera de las otras era, simplemente, «puta».

La madre de María era una mujer simpática, aunque algo estridente. Cuando yo iba a la casa, solíamos encerrarnos con María en la habitación. Desde ahí, a veces escuchaba a la madre hablando con los gatos.

—¡Salí de acá, viejo de mierda! —decía— ¡No te voy a dar nada! ¡Y a vos tampoco, puta!

Yo imaginaba a un anciano muy delgado asomándose por la puerta del patio, pidiendo por señas un plato de comida. Junto a él, una prostituta hacía lo mismo. Juntaban las manos en gesto de súplica. La madre de María los rechazaba a los gritos.

Doña Mari —se llamaba María, al igual que su hija— era muy popular en el barrio. Era manzanera, y, además de repartir cajas de comida y útiles escolares, gracias a sus contactos conseguía medicamentos y aceleraba trámites —documentos, pensiones, jubilaciones—. También era conocida por sus gatos. A tal punto que, habitualmente, vecinos anónimos encontraban gatos por ahí y los dejaban en su puerta, creyendo que eran de ella o confiando en que ella se haría cargo. A veces vivos, a veces muertos.

De los gatos muertos —fuesen de ella o hubiesen sido depositados en la puerta de su casa—, se hacía cargo Pupi, un vecino que le debía varios favores. A pedido de ella, este hombre —que se parecía a Upa, el hermano de Patoruzú— se llevaba los cuerpos y los arrojaba a un baldío, casi en las afueras del barrio, que se había convertido en algo así como el cementerio de mascotas del lugar.

Pero no todos los vecinos querían a Doña Mari. Con la vecina de atrás, por ejemplo, existía una enemistad desde hacía mucho tiempo, cuyos motivos originales se habían perdido en las brumas del olvido. Evitaban el enfrentamiento directo; pero a menudo se atacaban hablando una de la otra en el patio de sus respectivas casas, cuando sabían que la otra estaba escuchando.

Así sucedió una vez que Mr. President yacía sobre el techo del galponcito que lindaba con el patio de la vecina. Había pasado toda la tarde ahí tirado, sin cambiar de posición. Desde temprano, la vecina se había estado quejando a los gritos de que había mal olor.

—¡Y claro! —dijo cuando vio a Mr. President—. ¡¿Cómo no va a haber olor a podrido si la vecina tiene un gato muerto en el techo?!

Doña Mari escuchó esto y se acercó al galpón.

—¡Muñeco! —llamó, porque ella le seguía diciendo así—. ¡Pssst! ¡Muñeco!

Mr. President no daba señales de vida.

—¡Pero la puta madre! —dijo Doña mari—. ¡El gato se murió!

De modo que llamó a Pupi para que se deshiciera del cadáver.

Pupi trepó al techo; pero apenas le puso una mano encima a Mr. President, este pegó un salto y se fue a la mierda.

—¡Que el gato estaba muerto, ja! —dijo Doña Mari, sabiendo que la vecina seguía todos los movimientos con atención—. ¡El olor a podrido le debe salir a ella de la cajeta!

Al año de nuestro noviazgo con María, Náusea tuvo un gatito. Precioso. Blanco y negro. Los padres de María le pusieron Pitu. Obviamente, yo no podía permitir tamaña aberración. Así que lo llamé Mao.

Días después, unos vecinos trajeron otro gatito. También precioso, también blanco y negro. María lo llamó Edgar, porque de cara se parecía a Poe.

El último en nacer fue Ziggy, rubio, atigrado. María le puso así por Ziggy Stardust. El padre de María lo llamó Chichipío.

El gato con el que María estaba más estrechamente ligada era Fígaro. Soberbio, antipático, demandante, todo un tirano; por alguna extraña razón, se hacía querer.

Afuera, le tenía cierto respeto a Mr. President; pero dentro de la casa se movía como si fuese amo y señor. Toleraba a regañadientes la presencia de otros gatos y, cuando te descuidabas, los cagaba a tortazos.

María se comportaba con él como Elvira, la niña de Looney Tunes. Lo envolvía en una sábana como a un bebé y lo mecía, exclamando con voz aflautada de señora:

—¡Hijo mío! ¡Hijo mío!

O lo hacía bailar break dance.

Una tarde, Fígaro desapareció. Era habitual que los machos de la manada se ausentaran por varios días persiguiendo a alguna gata en celo. Pero el tiempo pasaba y Fígaro no aparecía. Cuando ya lo dábamos por muerto, volvió. Había perdido varios kilos y tenía gusanos en los lagrimales.

María le limpió los ojos y lo llevamos al veterinario. Sufría una insuficiencia renal y estaba intoxicándose con ácido úrico.

Tener una mascota enferma cuando sos pobre y vivís en los confines del conurbano bonaerense puede ser muy doloroso. Gastamos todos nuestros ahorros y nos endeudamos tratando de que Fígaro saliera adelante. No bastó.

Tres veces por semana, metíamos a Fígaro en la jaula que nos había prestado Silvana y lo llevábamos al consultorio veterinario. El viaje en colectivo lo dejaba extenuado.

El veterinario había dado instrucciones de que Fígaro no saliera de casa. Temía que una ausencia como la de los primeros días de la enfermedad fuese fatal.

Una vez, en un lapso de distracción de nuestra parte, Fígaro salió al patio y se subió al techo del galponcito. María lo vio trepando. Me llamó desesperada. Puse la escalera contra la pared del galpón y me subí. No hizo falta que terminara de trepar, desde donde estaba podía verlo. El tanque de agua estaba apoyado sobre dos soportes de cemento. Fígaro intentaba meterse en el hueco que se formaba entre esos dos soportes y la base del tanque. Me afirmé al borde del techo con una mano y con la otra lo sujeté. Me dio dos golpes débiles con la zarpa cerrada. Quería que lo soltara, pero no tenía intención de lastimarme. Lo atraje hacia mi cuerpo sin mucha dificultad. Al hacerlo, descubrí que en el hueco bajo el tanque había huesos de gato. Me dio la impresión de que Fígaro buscaba un lugar para morir y había elegido uno en el que ya había muerto otro. Decidí no contárselo a María.

Fígaro acostumbraba subirse a mi regazo durante el desayuno. Le gustaba que le acariciara la cabeza con mi mentón. Siguió haciéndolo mientras pudo. A lo último, estaba tan débil que no llegaba de un salto y, en vez de eso, trepaba por mi pantorrilla. Hasta que un día no pudo ni eso. Se sentó junto a mi pierna y desde ahí me miró. Lo alcé. Esa fue la última vez que lo acaricié con el mentón.

Después de eso, cayó en un estado de semiinconsciencia. El veterinario le inyectó un montón de cosas. Dijo que si no mejoraba en unos días, fuéramos pensando en sacrificarlo. Aunque no creía que hiciera falta, no le daba mucha esperanza de vida. Fígaro ya no comía ni bebía. Permanecía tumbado. Por la mañana, antes de salir a trabajar, lo dejábamos acostado sobre una manta, creyendo que al volver lo encontraríamos muerto. Pero cuando regresábamos, se había arrastrado unos metros, dejando un reguero de orina. Así tres veces. Ni mejoraba ni moría, supongo que por el cóctel de medicamentos que le había inyectado el veterinario.

Decidimos sacrificarlo. María llamó al veterinario para consultar el costo. Excedía enormemente el dinero con el que contábamos, habíamos gastado casi todo en la medicación de la última consulta. María colgó el teléfono y se largó a llorar. Lo sacrificamos nosotros mismos, administrándole una sobredosis de las gotitas sedantes que le dábamos para trasladarlo.

María le cortó unos bigotes y los guardó en una cajita.

Enterró el cuerpo con una foto en la que se los veía a los dos juntos.