domingo, 31 de marzo de 2013

CÚ CHULAINN

Soultrain.

Acodado en una de las barras, Claudio G se está chamuyando a una mina, a los gritos, compitiendo con el volumen de la música. Es evidente que hay onda, la chica se ríe de todas sus ocurrencias. Claudio da un paso adelante, arrima su cuerpo al de ella, cuando siente una mano en el hombro.

Se voltea.

Ve la cara de su hermano y adivina lo que sucede. No es que tenga dotes de clarividencia, todos los fines de semana es igual. Sin embargo, pregunta:

—¿Qué pasa?

—Haceme la segunda que unos perejiles andan boqueando —dice Ulises.

—Dejate de joder… —dice Claudio con hastío—. ¿No ves que estoy ocupado? No armés bardo, dejala pasar.

Demasiado tarde.

—Me están esperando afuera —dice Ulises.

Claudio le clava una mirada que Superman envidiaría, pero no logra atravesarle el cerebro con su rayo laser. Ulises sigue en pie, con cara de perro que pide por salir.

—Sos un hijo de puta… —dice Claudio finalmente, y se resigna a acompañarlo.

Ulises da media vuelta y enfila hacia la puerta. Anda con tal ímpetu que dos por tres se lleva a alguien por delante.

—¡Eh! ¡Mirá por dónde caminás, mogólico!

—Mogólica tu vieja, puto.

—¡¿Qué dijiste?!

—Que te chupes una pija.

—Pará de bardear, boludo —dice Claudio—. ¿Querés que nos caguemos a trompadas con todo el boliche?

—Son todos pelotudos.

En eso se cruzan con Sebastián K.

—¿Ya te vas, amargo?

—No —dice Claudio—. Salgo un toque y vuelvo.

—Dale, volvé rápido que te tengo que contar del caramelito que me acabo de comer.

No recibe respuesta. El tren compacto que forman los dos hermanos se aleja y desaparece entre la multitud.

Al atravesar la puerta, se les revela un panorama devastador. Los contrincantes son seis. Cinco son seres humanos, el sexto es King Kong.

Otra vez, Claudio siente la mano en el hombro.

En el rostro de Ulises no queda nada del ímpetu de hace un rato.

—Vamonós, boludo… —dice—. Son muchos.

—La pija —replica Claudio—. Me cagaste la fiesta, ahora te quedás.

Después de unos segundos Ulises asiente, poco convencido.

Claudio vuelve a fijar su atención en el enemigo. Concretamente, en el monstruo de proporciones gigantescas. Por cómo están dispuestos los otros a su alrededor, lo supone una suerte de líder. Y decide que es conveniente comenzar con ese. Estos animales funcionan así, piensa. Si pierden a su líder, es probable que se dispersen. O, al menos, que pierdan una cuota importante de seguridad.

Podemos imaginar todo esto visto a través de la pantalla de Terminator. Filtro rojo, palabras que se van escribiendo. Tiquitiquitiquitiqui. Líneas de puntos que miden la altura del oponente, la distancia entre este y sus compañeros. Cifras. Peso estimado. Velocidad sugerida. Ángulos, parábolas, ecuaciones, coordenadas. Y una mira que recorre la  figura hasta detenerse en la cabeza.

Sin embargo, esto dista de ser un proceso desapasionado. Y si Claudio ve todo rojo, es por la furia. Generada por su hermano, pero redirigida hacia King Kong y sus secuaces. Lo que en psicología se llama desplazamiento.

La mira apunta a la cabeza, digo. Recordemos que Claudio es de estatura media tirando a baja. Para dar un golpe tan alto, tiene que volar.

Y vuela.

Corre, como David hacia Goliat. La honda es el brazo. El puño, la piedra. Pega un salto y emboca al gigante en el medio de la jeta.

Goliat se desploma.

Los otros cinco parecen desconcertados, pero no tardan en lanzarse sobre los dos hermanos.

Al comienzo, el intercambio es equitativo: Claudio da y recibe en igual proporción. Uno y uno, uno y uno, uno y uno.

Gradualmente, el equilibrio se va perdiendo. Por cada golpe que Claudio da, recibe dos. Después tres. Después cuatro. Hasta que sólo recibe.

En medio del furor de la batalla, se voltea para ver si su hermano está teniendo mejor suerte; pero Ulises ha desaparecido sin dejar rastro.

Luego de tan amargo descubrimiento, vuelve la vista al frente y se encuentra con algo peor.

Goliat se está levantando.




—Che, tu amigo se está por cagar a palos con unos chabones, allá en la puerta.

—¿Qué amigo? —pregunta Sebastián K.

—El de los pelitos parados. El musculoso.

—¿Claudio?

—No sé cómo se llama, pero me parece que la va a ligar fiero.

Sebastián corre hacia la salida. Mientras se acerca, a través de la puerta entreabierta, ve un pedazo del gigante. Y ve pasar a Claudio, volando como Astroboy. Y el impacto del astropuño contra el rostro del coloso.

—¡Uh! —exclama, y apura el paso más aún. Pero un patovica lo intercepta, adivinando sus intenciones.

—Si salís, no volvés a entrar, eh… —le dice.

Sebastián titubea. Decide buscar refuerzos. La única persona que se le ocurre está vomitando en el baño. Vuelve corriendo a la puerta. Afuera hay un bardo terrible. Otra vez el patovica.

—Ya fue, pibe —dice—. Ahora te quedás.

—Loco, dejame salir que el que la está ligando es mi amigo —dice Sebastián.

—Y bueno, ¿es el único amigo que tenés? —dice el patovica—. Hacete otro.

Alguien que está escuchando se ríe.

—Sí —dice—, porque cuando terminen no te va a servir ni para jugar a las cartas.

El patovica da por terminada la conversación y le da la espalda. Con su cuerpo bloquea la salida, pero tiene las piernas muy separadas. En su desesperación, Sebastián decide hacer una jugada peligrosa. Toma envión y se desliza entre las piernas del patovica, cual surfer barrenando una ola. La maniobra sería perfecta si no fuera porque la cabeza de Sebastián impacta contra las bolas del patovica.

Apenas toca la calle, suena una sirena. El gigante y sus colegas ponen pies en polvorosa. Sebastián está rodeado. De un lado, la cana. Del otro, el patovica, agarrándose las bolas y mirándolo con furia. Voy a dar una vuelta manzana, piensa. Tal vez, cuando vuelva, el panorama sea más favorable. Y sale corriendo.

Llegan dos patrulleros. Bajan cuatro policías armados con bastones. Como no hay nadie más a quién pegarle, se dirigen hacia Claudio. El primero en alcanzarlo le da un palazo en la cara. En la puerta del boliche hay una fuente. Claudio cae al agua.

Cuando logra incorporarse, tres de los cuatro canas están fumando apoyados en los coches. El cuarto, el que le pegó el palazo, está parado frente a él, todavía con la cachiporra en la mano. Con un movimiento de la cabeza, señala los coches.

—Vamo al patrullero —dice.

—¿Seis tipos me cagaron a trompadas y encima me vas a llevar? —dice Claudio.

El cana se queda en silencio unos segundos.

—Bueno, está bien —dice finalmente—. Corré.

—¿Correr? —dice Claudio—. Gracias si puedo caminar… Me hicieron mierda, hermano. ¿No viste cómo estoy?

Abre los brazos para exhibirse mejor. La camisa destrozada, como la de Hulk. Cuerpo y rostro manchados con sangre, propia y ajena.

—Una de dos, pibe —dice el cana—: corrés o vamos a la comisaría. ¿Entendés? Corta. Vos elegís.

No podés ser tan hijo de puta, dice Claudio con la mirada. Pero con la boca dice:

—O.K.

Se marcha al trote, todas las coyunturas rechinando.

domingo, 17 de marzo de 2013

PALABRA DE DIOS: BALAAM Y LA BURRA

Números, capítulo 21 al 24.


Ya resueltos sus conflictos intestinos, los hebreos se dedicaron a masacrar a otros pueblos y ocupar sus territorios. Porque todas las tierras prometidas por Jehová, pequeño detalle, estaban habitadas. No eran oasis esperando a ser estrenados: para entrar en posesión de ellas, había que matar multitudes.

Como si firmaras un contrato de alquiler y a la hora de mudarte al departamento, encontraras una familia adentro.

Y llamaras a la inmobiliaria.

—Escúcheme, señor. ¡En este lugar hay gente!

—Ah, sí, los anteriores inquilinos… Mátelos. Usted es quien tiene derecho a vivir ahí.

¡Ni siquiera los mataba Dios! Tenía que matarlos uno.

Los hebreos, pues, aniquilaron a los cananeos, a los amorreos y al pueblo del rey Og. Y pusieron la mira en Moab. Balac, rey de los moabitas, vio todo lo que Israel había hecho a su vecino el amorreo y atemorizóse en gran manera. Y envió mensajeros a Balaam, adivino de Mesopotamia.

He aquí un pueblo que acaba de salir de Egipto —mandó a decir—. He aquí que cubre la haz de la tierra, y están asentados enfrente de mí. Ahora, pues, ruégote vengas y me maldigas a esta gente, porque es demasiado fuerte para mí. Quizás así prevaleceré, y podremos batirla, y lograré arrojarla del país. Porque sé que aquel que tú bendijeres es bendito, y aquel que tú maldijeres es maldito.

Y Balaam dijo a los mensajeros:

Pasad la noche aquí y os traeré respuesta según me hablare Jehová.

Entonces vino Dios a Balaam.

No vayas con ellos —dijo—. No has de maldecir a ese pueblo, porque es bendito.

Levantóse, pues, Balaam por la mañana y fletó a los mensajeros.

Id a vuestra tierra —les dijo—, porque Jehová rehusa permitirme ir con vosotros.

Pero el rey de Moab redobló la apuesta. Envió un grupo mayor de mensajeros, más distinguidos que los anteriores, a repetir su pedido.

Aun cuando vuestro rey me diere su casa llena de plata y de oro —dijo esta vez Balaam—, no podré traspasar la palabra de Jehová, mi Dios, para hacer cosa alguna, ni pequeña ni grande. Ahora pues, ruégoos os quedéis aquí, vosotros también, esta noche, para que yo sepa qué más me dice Jehová.

Dios volvió a presentarse ante Balaam.

Si a llamarte han venido aquellos hombres —dijo—, levántate, ve con ellos. Mas solamente lo que yo te dijere has de hacer. (1)

Levantóse, pues, Balaam por la mañana, aparejó su burra y partió con los mensajeros de Moab.

No obstante haber autorizado expresamente esto, Jehová se enfureció por cuanto él se iba. Y envió un ángel para interceptarlo. (2)

El ángel era invisible a los ojos de Balaam, pero no a los de la burra. Cuando ella lo vio, de pie en mitad del camino, con su espada desenvainada, se desvió e intentó ir por el campo. Y Balaam la cagó a palazos para hacerla volver al camino.

Entonces, el ángel se puso en una senda angosta, con una pared de un lado y otra pared del otro. Cuando la burra lo vio, se tiro hacia un costado, y apretó el pie de Balaam contra una de las paredes. Y el volvió a cagarla a palazos.

Y el ángel de Jehová pasó adelante otra vez aún, y se puso en un lugar tan estrecho que no había espacio para ladearse ni a la derecha ni a la izquierda. Cuando la burra lo vio, cayó en tierra debajo de Balaam. Por supuesto, él la cagó a palazos de nuevo.

En esto, Dios abrió la boca de la burra. Y la burra dijo:

—¡Eh, loco! ¡¿Qué onda?! ¡¿Por qué me cagás a palos, la reconcha de tu madre?!

—¡Porque te burlás de mí! —respondió Balaam—. ¡Si tuviera una espada a mano, te cagaría matando, hija de puta!

—Vos decime, pelotudo: desde que soy tu burra, ¿alguna vez me porté así, como ahora? —preguntó el animal.

No —dijo Balaam. (3)

—¿Entonces?

Y Jehová quitó el velo de los ojos de Balaam, de modo que vio al ángel, ahí parado, con la espada en la mano. E inclinó la cabeza y postróse sobre su rostro.

Y el ángel le preguntó:

—¿Por qué fajás a la burra, vos? ¿Eh? Si ella no se hubiese desviado las tres veces, yo te habría ensartado con la espada, loco. Porque está todo mal con vos. Todo mal con que acompañes a esos chabones.

—Yo pensé que la burra me estaba boludeando —dijo Balaam—. No sabía que vos estabas ahí adelante. Todo bien, hermano. Si a Dios no le cabe que vaya con los chabones, me vuelvo a mi casa.

—No, andá, andá… —dijo el ángel—. Pero no has de hablar otra cosa sino lo que Dios te dijere, eh… (4)

O sea, lo mismo que Dios le había dicho antes de que saliera de casa. ¿Para qué carajo manda al ángel a que lo bardee, entonces? Igual, este capricho vale la pena, porque la imagen de la burra quejándose por los palazos es impagable.

Balaam siguió camino, pues, y llegó a la ciudad de Irmoab, en el límite entre las tierras de Moab y las que antes eran de los amorreos, ahora ocupadas por la gente de Israel. Y el rey salió a recibirlo.

—¡Hace una bocha que te llamé, loco! —le dijo—. ¡¿Por qué tardaste tanto?!

—Ah, no sé… —dijo Balaam—. Yo obedezco órdenes de arriba… (5)

Esa noche morfaron y, al día siguiente, el rey llevó a Balaam a un monte desde donde se podía divisar el campamento de los hebreos. Ahí edificaron siete altares y sacrificaron siete novillos y siete carneros, porque los hebreos no eran los únicos semitas que se cagaban en la vida de los animales. El rey de Moab esperaba que Balaam maldijera a sus enemigos. Pero sucedió todo lo contrario. (6)
—¡¿Qué onda, chabón?! —dijo el rey—. ¡¿Te llamo para que maldigas a estos tipos y vos los colmás de bendiciones?!

—Yo te avisé, boludo… —dijo Balaam—. Yo nada más puedo decir lo que Jehová pone en mi boca.

—Bueno, hagamos una cosa —dijo el rey—: vení que te llevo a otro lugar, y desde ahí me los maldecís. (7)

Y llevó a Balaam a otro monte. Y edificó ahí siete altares. Y mató a catorce animales más. Pero Balaam volvió a bendecir al pueblo de Israel. (8)

—¡Loco, si no los vas a maldecir, tampoco los bendigas! —dijo el rey.

  —¿No hablamos ya de esto? —dijo Balaam—. Yo tengo que hacer todo lo que diga Jehová.

—Bueno, vení que te llevo a otro lado —dijo el rey—, por las dudas de que Dios quiera que los maldigas desde ahí. (9)

Testarudo como él solo, este tipo tenía ideas de lo más extravagantes.

Y bueno, ya saben: fueron a otro monte, edificaron siete altares más, mataron más animales… Y Balaam bendijo al pueblo de Israel otra vez. (10)

Encendióse entonces la ira del rey; y batiendo las manos, dijo:

¡Para maldecir a mis enemigos te llamé, y he aquí que tú los has colmado de bendiciones tres veces! ¡Andate a la concha de tu hermana!

—Yo te dije cómo venía la mano —dijo Balaam—. El que avisa no traiciona. (11)

Montó sobre su burra y se volvió para su casa.

Lo vemos alejarse hacia una puesta de sol, silbando una de cowboys.

Siete capítulos más adelante, los hebreos lo pasan a cuchillo. (12)


(1) Números 22:20
(2) Números 22:22
(3) Números 22:28-30
(4) Números 22:32-35
(5) Números 22:37, 38
(6) Números 23:7-10
(7) Números 23:11-13
(8) Números 23:18-24
(9) Números 23:25-27
(10) Números 24:3-9
(11) Números 24:10-13
(12) Números 31:8

domingo, 3 de marzo de 2013

JESÚS MUEVE LAS MANITOS

Pocos lo saben: la cafeína en exceso puede producir alucinaciones. Ahora, ustedes están enterados y pueden investigar sobre el tema si no me creen.

Por mi parte, les contaré el modo en que yo lo descubrí, sufriéndolo en carne propia.

Fue en el año 96, una noche que me quedé dibujando hasta tarde. Un dibujo para una compañera de escuela que me gustaba. En aquel entonces, eso era lo único que sabía hacer para acercarme a las chicas que me atraían. Y nunca lograba lo que me proponía. Ya saben: la timidez, la fimosis. No importa, no es el punto de esta historia.

El asunto es que era tarde y por la mañana tenía que pasear perros. Pero quería entregarle el dibujo a mi amada al día siguiente sin falta. Para mantenerme despierto, a pesar del sueño, decidí tomarme varios cafés. Y acompañarlos con un par de cafiaspirinas, como solía hacer en época de exámenes —cosa que más tarde pagaría con una gastritis erosiva, oh irreflexiva juventud…—.

Así estuve dibujando toda la noche y me acosté como para dormir dos horas, agotado y con la sensación de que mi cuerpo saldría flotando.

Me fui adormeciendo; pero, antes de lograr conciliar el sueño, sentí que alguien tosía dentro de la habitación.

Asustado, abrí los ojos de par en par y miré a mi alrededor.

Nada.

Alucinaciones hipnagógicas, me dije. De esas que uno tiene a veces antes de dormirse, en ese estado incierto entre la vigilia y el sueño. Porque era un chico tímido y con fimosis que sabía algo de neuropsicología.

Después de relajarme, comencé a adormecerme de nuevo.

En aquel entonces, tenía un despertador eléctrico. De esos que tienen radio y números luminosos. Mientras me invadía el sueño, mirando la luz roja, pude ver cómo se materializaba un dedo. Solo, sin mano, sin persona: un dedo que flotaba hacia el reloj.

Me sobresalté. Busqué el dedo. Había desaparecido.

Ya no sería tan fácil que me relajara, se había instalado en mí una sensación espeluznante.

Por tercera vez, intenté dormir. Los balbuceos de un bebé me hicieron desistir definitivamente. ¿Por qué algo tan inocente, fuera de contexto, producirá tal espanto? Maldije a mi cabeza por la mala pasada que me estaba jugando y me levanté, resignado a salir a trabajar sin haber dormido.

Decidí pegarme una ducha para despabilarme. Las toallas se guardaban en un placard que había en el living-comedor. Fui a buscar una.

A mi izquierda, la puerta de casa. En la puerta, una ventana de vidrio esmerilado, con una reja que forma rombos. Clavado en esa reja, del lado de afuera, una imagen del Cristo, puesta ahí por Raúl. Una de esas imágenes en las que hace un gesto con las manos como diciendo «¿y a mí qué me piden?». Está impresa sobre una plancha de madera y se la ha recortado siguiendo el contorno de la figura, de modo tal que desde donde estoy puedo ver su silueta.

Agita los brazos con gesto de alarma, intentando llamar mi atención.

Lo veo al pasar, y cuando abro el placard y tomo la toalla, caigo en la cuenta de lo que he visto. Quedo en pausa unos segundos, con la toalla en la mano. La vista clavada al frente. Y, como haría el pato Lucas, volteo la cabeza de nuevo para comprobar si lo que he creído percibir es cierto.

Y mientras lo hago, pienso: si Jesús está moviendo las manitos, voy a volverme loco.

El viento sacude una rama del tilo, que se superpone con la figura.

Cristo, nunca lo hagas, nunca lo hagas.

Prometo portarme bien.