domingo, 28 de julio de 2013

MUCHA FUERZA Y POCOS SESOS

Jueces, capítulo 16.


Como hemos visto, el odio engendra más odio y quien se venga corre el riesgo de entrar en una cadena interminable de represalias.

Dejamos a Sansón con una quijada de asno en la mano y rodeado de mil cadáveres, cantando feliz de la vida como en una película de Disney, sin saber que sus días están contados.

Después de esto, los filisteos comenzaron tareas de inteligencia para averiguar cuál era el origen de la fuerza sobrehumana de Sansón y cómo neutralizarla. Y qué mejor táctica para develar el secreto de un hombre que preguntárselo a su mujer, siempre dispuesta a traicionarlo —mujer mala, fea, caca—.

Muerta la filistea, Sansón anduvo un poco de putas (1) y luego se enganchó con cierta mujer del Valle de Sorec, la cual se llamaba Dalila.

Los príncipes de los filisteos, pues, vinieron a ella y le ofrecieron guita a cambio de que les consiguiera la información que ellos buscaban. (2)

Por lo cual, Dalila dijo a Sansón, con mucho disimulo:

Ruégote me declares en qué consiste tu fuerza tan grande y de qué manera podrás ser amarrado, para poderte dominar.

Y Sansón le respondió:

Si me ataren con siete cuerdas de arco frescas, que aún no se hayan secado, seré débil y vendré a ser como cualquiera de los hombres.

Claro que esto era mentira: ustedes y yo sabemos cuál era la kryptonita de Sansón.

Cuestión que los príncipes de los filisteos le trajeron las siete cuerdas de arco frescas a Dalila y ella las usó para atar a Sansón mientras dormía. Y varios filisteos entraron en la habitación.

Entonces, ella dijo:

¡Sansón, los filisteos te acometen!

Y él rompió las cuerdas como se rompe un hilo de estopa cuando toca el fuego, y, aunque la Biblia no lo menciona, supongo que cagó a tortazos a los filisteos.

He aquí que me has mentido —dijo Dalila—. Ahora bien, ruégote me declares con qué podrás ser atado.

Y Sansón le mandó fruta otra vez.

Si me ataren fuertemente con sogas nuevas —dijo—, que nunca se hayan usado, seré débil y vendré a ser como cualquiera de los hombres.

Bueno, ya entendieron la mecánica de la historia, parecida a la de algunos cuentos infantiles, así que resumamos.

Esa noche pasó lo mismo que la anterior. Y, otra vez, Dalila reprochó a Sansón su mentira y le pidió la información. Y oootra vez Sansón le mintió. Y oootra vez los filisteos entraron a la habitación y la ligaron. Una historia bastante estúpida. Bastante estúpida ella que pregunta tan frontalmente, y bastante estúpido él que finalmente cede.

Y aconteció que como ella le acosaba con sus palabras todos los días y le apremiaba, por fin se impacientó su alma hasta desear morir. (3)

O.K., puedo imaginarme que la mina era insoportable:

—Dale, Sansón, decime… Por favor… ¡Qué malo que sos, eh! Y después me decís que me amás… ¡Si me amaras, me lo contarías! Dale… Porfi porfi porfi…

Así durante horas. Más o menos como Graciela pidiéndome que me dé vuelta mientras duermo. ¿Pero tengo que creer que él era tan boludo como para darle la información, siendo que por tres noches consecutivas los filisteos se habían emboscado en la habitación? ¿Tengo que interpretar que sabía que los filisteos lo matarían pero se entregaba a ellos porque tenía las pelotas llenas de que la mina le insistiera, por eso de «se impacientó su alma hasta desear morir»? Pero si así fuera, no se sorprendería cuando no logra escapar de sus ligaduras. Y así sucede:

Ella, entonces, le dijo —después de cortarle las trenzas y atarlo—: ¡Sansón, los filisteos te acometen! Y él, despertando de su sueño, dijo: Saldré como las demás veces, y sacudiré mis vínculos. Mas no sabía que Jehová se había apartado de él. (4)

Un boludo importante.

El resto de la historia es bien conocida: los filisteos lo capturan, le arrancan los ojos y lo usan de bufón en una fiesta, en una casa enorme. Sansón reza, recupera su fuerza, se apoya en unas columnas, las derriba y la casa se derrumba aplastando a todos los filisteos y a él mismo.

De modo que fueron más los que mató muriendo, que los que había muerto en su vida.

Lo que se dice un final feliz.


(1) Jueces 16:1
(2) Jueces 16:5
(3) Jueces 16:16
(4) Jueces 16:20

domingo, 14 de julio de 2013

EL HORROR

Cansado de las escenas de celos, los planteos enfermizos, las demandas continuas, decidí separarme de Graciela. Desde el inicio de esta etapa de la relación hasta esta ruptura —que no sería la definitiva— habían pasado poco más de tres meses, aunque, primero por la novedad y más tarde por el hastío, a mí me parecían años.

No recuerdo qué había ocurrido la noche anterior, pero fue la gota que rebalsó el vaso: una escena de celos con la hija, con la nieta, con alguien de una vida pasada… Esa mañana desperté aplastado. Había tomado la decisión en sueños, ahora me esperaba la tarea ardua de llevarla a la práctica.

Contrastando, Graciela amaneció mimosa. Le encantaban los matinales. A tal punto que más de una vez me desperté y ya estábamos garchando —corrientes psicológicas identifican el tener sexo con gente dormida con el abuso sexual y la necrofilia (*) —. En esta ocasión, todo su manoseo caía en saco roto: no hubiese logrado levantarme ni el Cristo.

Al ver que no reaccionaba, sus caricias fueron menguando.

—¿Es por lo de anoche? —preguntó finalmente.

Me quedé en silencio, ahí tirado, como en estado catatónico. Tampoco hacía falta que hablara: ella lo haría por los dos.

—Perdoname, soy una boluda… —dijo—. Vos sabés cómo soy…

—…

—Sé que no tengo derecho a ponerme celosa, pero a veces no lo puedo controlar.

—…

—Sé que las cosas fueron claras desde un principio, que no somos novios ni nada, pero yo te amo, ¿entendés?

—…

—Y sé que vos no. Y sé que esto que estoy viviendo no es más que un pequeño oasis en medio del desierto de angustia y soledad que es mi vida.

—…

—Sé que tarde o temprano te vas a ir, más temprano que tarde, seguramente con una mujer más joven que yo, que te sepa dar lo que yo no. Eso que vos tanto necesitás y que yo nunca supe qué es, porque yo te doy toda mi vida, me entrego en cuerpo y alma, pero se ve que eso no te alcanza.

—…

—Entonces me da miedo, ¿entendés? Miedo de que la dueña de tu corazón esté a la vuelta de la esquina. Y de que esta luz que encendiste en mi vida esté a punto de apagarse, sumiéndome en la oscuridad total.

Nos quedamos en silencio. Y en medio de ese silencio, de pronto, entendió. Se llevó una mano crispada al pecho y, con tono de mártir de telenovela, exclamó:

—Es ahora… Te estás yendo. Me estás dejando. No te animás a decírmelo.

Se volteó. Trató de captar mi mirada.

—Es así, ¿no? —preguntó.

No contesté. Me pareció que «es así, ¿no?» tenía las mismas letras que «asesino». Reacomodé las letras en mi cabeza para corroborarlo.

—¡¿Por qué?! ¡¿Conociste a alguien?!

—No.

—¡¿Entonces por qué?! ¡¿Por qué, por qué?!

Abrí la boca. Antes de emitir sonido, traté de elegir las palabras lo mejor posible.

—Siento que me pedís más de lo que te puedo dar —dije—. Siento que la diferencia entre lo que vos y yo sentimos, contrario a los que pensamos en un principio, sí tiene importancia, y es lo que genera situaciones como la de ayer.

—Soy una boluda. Perdoname. Te juro que no va a volver a pasar.

—Siento que esta relación nos hace mal a los dos, tanto a mí como a vos, porque situaciones como la de ayer nos hacen sufrir a ambos.

—Te pido que no hables por mí. Que me dejes decidir a mí lo que es mejor para mi vida.

—Hablo por mí, entonces.

Otra vez se llevó la mano al pecho, como si quisiera quitarse una estaca que yo acabara de clavarle.

—Te pido que lo pienses mejor —dijo—. Dame otra oportunidad. No quise hacerte sufrir. Perdoname. No va a volver a pasar.

—…

Entendió el significado de mi silencio y rompió en llanto. Tan a mares como las lágrimas, le salían las palabras. Habló de lo sola que estaba, de lo mal que se sentía, de lo dura que había sido su vida, de lo sombrío que era el futuro que le esperaba si yo me iba.

Así como salían de su boca, las palabras entraban en mi cuerpo. A través de cada poro. Anegando mi interior. Hasta quebrar aquello que contenía mi propio llanto, liberándolo. De pronto, todo era horrible. La vida de ella, la mía. Las de sus hijos, las de mis padres, las de mis hermanas. Ya no escuchaba su voz. En mi mente se proyectaban, como diapositivas, imágenes de lo feo que todos nosotros habíamos vivido, interminables. Y eran la revelación oscura de que así sería siempre, porque así era la vida.

Cuando mi llanto aflojaba, otra imagen venía a reavivarlo. Ella ya no lloraba. No hacía falta, yo lloraba por los dos. Y ella podía darse el gusto de consolarme. Como a un niño. Meciéndome entre sus brazos. Estrechándome contra su pecho. Asfixiándome.

Así estuve por largo rato. Veinte minutos, calculo. Aunque ella dijo que perdí la noción del tiempo y estuve llorando una hora.

Luego volví al estado catatónico del principio. El último lugar de la Tierra en el que quería estar era ese, pero no lograba juntar la fuerza necesaria para levantarme. Deseaba que ella y el departamento se desvanecieran. Quedarme solo, en medio de la nada. Su presencia, en cambio, era más sólida que nunca. Aún me sostenía entre sus brazos. Éramos La Piedad.




A las tres semanas de no recibir noticias mías, volvió a llamarme. Dijo que, reflexionando mucho en esos días, se había dado cuenta de que yo tenía razón: nuestra relación como amantes, siendo que sentíamos cosas distintas el uno por el otro, no era sana. Me proponía, entonces, que fuéramos amigos. Que nos juntáramos, cada tanto, a charlar, a tomar un café.

—¿Puede ser? —me preguntó.

Y volví a picar.

¿Por qué?

Por culpa.

Y porque, además de un cervatillo, en esa época de mi vida también era un pececillo.

O un pescadillo, como quieran.

Nos encontramos en el mismo café que la primera vez, aquella en que escapé de sus besos.

Apenas llegó, anunció que tenía dos sorpresas para mí.

—Mirá —dijo, y se bajó el escote mostrándome media teta en la que se había tatuado un dibujo mío.

Era el único dibujo que había logrado que le hiciera, después de insistirme horrores: un lagartijo hecho a desgano, lo mismo que dibujaba siempre que no tenía ganas pero alguien me rompía mucho las pelotas.

—¿Te gusta? —me preguntó.

«¡Hola! Mirá donde estoy…», me decía el lagartijo con una sonrisa.

—Sí… —respondí.

—Te llevo en mi piel —dijo.

Hice lo que pude por transformar en una sonrisa la mueca que surgió de mi boca.

Y esta es la otra —dijo con aire misterioso.

Ahora me va a mostrar la cajeta, pensé.

Puso un paquetito, envuelto en papel para regalo, sobre la mesa.

Levanté las cejas. La mueca de un rato antes no se decidía a abandonar mi cara.

Sonrió.

—¡¿Y?! —dijo—. ¡Abrilo! ¡¿No te da curiosidad?!

—Sí… —respondí.

Lo abrí. Era un objeto horrible. Una pequeña artesanía de cerámica. Sobre una base que simulaba pasto, un tronco semipodrido. Y apoyado contra este, un cráneo humano, sin el maxilar inferior, con algunos mechones de pelo aún pegados aquí y allá. De sus cuencas vacías salían cucarachas, gusanos y un ciempiés, que se metían en el tronco. O hacían el recorrido inverso, quién sabe. Todo esto, mal hecho. Feo, deforme, de proporciones erradas. Lo cual le daba un aspecto más siniestro todavía. El artista parecía haber sido un niño malparido, lleno de odio a la especie humana y a la vida en general.

Tal sentimiento desproporcionado, proveniente de una criatura de tan corta edad, no podía causar otra cosa que el espanto más visceral.

—¿Te gusta? —me preguntó.

No pude responder enseguida. Tragué saliva, carraspeé, parpadeé un par de veces.

—Sí…

—A mí no me gusta —dijo—, pero pensé que a vos sí. Porque tiene esa onda de los dibujos que hacés. Así, medio morbosito.

Levanté las cejas y asentí con la cabeza, sin quitar la vista de la escultura monstruosa, incrédulo aún de su fealdad.

Veinte minutos bastaron para ponernos al día con las cosas trascendentes que nos habían pasado desde la última vez que nos habíamos visto. Después torció la conversación hacia el asunto que realmente le interesaba. Esta vez no habló de viajes en colectivo. Nada de vuelo poético. Esta vez su lenguaje fue del tipo comercial: habló de satisfacer necesidades mutuas.

Cedí a la tentación y ahí nomás firmamos contrato.

Mi tercera experiencia en un hotel fue tan desagradable como la primera y la segunda. No hizo ningún esfuerzo por disimular lo poco que le importaba que yo disfrutara del encuentro. Yo era un gran consolador con el que se estaba masturbando. Y, frente a mi nariz, el lagartijo sonriente subía y bajaba, subía y bajaba…




Me ofreció ir a su casa. Le dije que otro día. Volví a la mía. En aquel entonces, yo vivía en Munro con Liliana N, la madre de Leonel M. No me la cogía, solo convivíamos compartiendo gastos. No es que me garchara a las madres de todos mis amigos. Lo juro.

Llegué a medianoche, pero Liliana aún estaba despierta. Al día siguiente yo entraba más tarde al laburo, así que nos quedamos charlando un rato. Ella estaba al tanto de lo mío con Graciela y de sus características psicopatológicas.

—¿Y? —me preguntó—. ¿Te encontraste, al final?

—Sí —respondí.

—¿Y qué tal?

—Bien. Charlamos un rato. Mirá la cosa horrible que me regaló.

La expresión de Liliana trocó en espanto e incredulidad.

—¡¿Qué es eso?! —preguntó.

—Una boludez. Una artesanía.

La tomó con aprensión, como presta a soltarla apenas se moviera.

Se rió.

—¡Es un horror! —exclamó—. ¡¿Por qué te regaló una cosa así?!

—Dice que se parece a mis dibujos.

—Esto es una macumba, boludo…

—Naaah… ¿Qué macumba?… Esto lo venden en los todo por dos pesos. Yo ya he visto.

—¿No me contaste que era umbandista?

—Sí, pero de joven. Le duró unos meses nomás.

—¿Te lo vas a quedar?

—No, lo voy a tirar a la mierda. ¿Para qué quiero una cosa así?

—Para mí que es un trabajo.

—¡Y dale con la macumba!

Se rió.

—¿Te molesta si lo saco afuera ahora mismo? —preguntó.

Me reí.

—Para nada.


(*) Esto han de leerlo con el tono rápido y monocorde que usan los locutores para dictar las salvedades a las promociones de negocios de electrodomésticos en las publicidades de radio.

Esto que acabo de escribir, también.