domingo, 18 de agosto de 2013

HUMILLAD A NUESTRAS MUJERES

Jueces, capítulo 19 al 21.


Después de la muerte de Sansón, salteamos dos capítulos aburridos y llegamos a otra historia muy interesante.

Hubo una vez cierto levita (1) que, viajando junto con su mujer desde Bet-lehem hacia la serranía de Efraín, decidió pasar la noche en Gabaa, ciudad de la tribu de Benjamín.

Como nadie les dio cobijo, los viajeros acamparon en la plaza de la ciudad.

Mas he aquí que un anciano que volvía de trabajar en el campo los encontró allí y los invitó a su casa, a comer y a dormir.

Estaban morfando lo más tranquilos —los dos viajeros, el anfitrión y su hija—, cuando unos hombres de la ciudad rodearon la casa, golpearon la puerta y dieron voces al anciano diciendo:

¡Saca fuera al hombre que tienes ahí, y le conoceremos! (2)

Algún lector incauto puede interpretar que esta gente pretendía conocer al levita en el sentido que nosotros damos a la palabra; pero, como ya he aclarado en otras ocasiones, cuando en la Biblia dice conocer, a menudo debemos leer empernar.

A quienes siguen este blog desde hace tiempo, esta historia les recordará a otra. Ya he dicho que el librito este es medio reiterativo. Pero esta vez el desenlace será distinto: no habrá ángeles que acudan a encandilar a los malhechores.

Salió, pues, el dueño de la casa, y dijo:

No, hermanos míos, no hagáis esta maldad, os lo ruego. He aquí a mi hija, virgen, y la concubina de él; a estas os sacaré, si os place, y humilladlas, haciendo con ellas como bien os pareciere. Mas no hagáis a este hombre cosa tan nefanda. (3)

Pero los hombres no quisieron escucharle, ellos querían hacerle el orto al forastero.

Entonces, el levita asió a su concubina y la arrojó afuera de la casa. Si bien no era el plan inicial, los tipos no iban a rechazar a la mujer teniéndola ahí servida, hubiese sido una picardía, de modo que la conocieron y se saciaron de ella toda aquella noche, y la soltaron al romper el alba. (4)

La mujer se arrastró como pudo hasta la puerta de la casa y allí la encontró su señor cuando salía para seguir su viaje.

¡Levántate y vámonos!dijo él, mas no hubo quien respondiese. Cargó, pues, el cadáver sobre el asno y siguió su camino. (5)

Ya en su casa, cogió un cuchillo y dividió el cuerpo en doce trozos que envió por todo el territorio de Israel, a modo de mensaje. (6) Con el calor que hacía por esos pagos, no quisiera estar en las sandalias del cartero que debió soportar el hedor de esos paquetes mientras andaba por el desierto.

Ante esto, la gente del pueblo se sorprendió y se indignó sobremanera.

¡Nunca se ha hecho ni jamás se ha visto cosa semejante, desde el día en que los hijos de Israel subieron de Egipto hasta el día de hoy! —decían.

Y decidieron reunirse para investigar quién era el culpable y castigarlo.

De manera que se presentaron los jefes de todo el pueblo, de todas las tribus de Israel, en la Asamblea del pueblo de Dios, que constaba de cuatrocientos mil hombres.

Dijeron, pues, los hijos de Israel:

Decid cómo fue hecha esta maldad.

Respondió entonces el levita, que se encontraba entre la concurrencia:

A Gabaa llegué yo con mi concubina, para pasar allí la noche. Mas levantándose contra mí los vecinos, cercaron la casa en la cual me hospedaba. A mí intentaron matarme, y a mi concubina la humillaron, de modo que murió. Por tanto, eché mano de mi concubina y la corté en trozos, y la envié por todo el país de la herencia de Israel, por cuanto se había cometido lascivia execrable y villanía en Israel. He aquí que todos vosotros sois hijos de Israel; dad aquí vuestro parecer y consejo. (7)

Nótese cómo nuestro héroe omite el detalle de que él entregó su mujer a los violadores.

Levantose, pues, todo el pueblo como un solo hombre, diciendo:

Subiremos contra Gabaa de Benjamín, para hacerles conforme a toda la villanía que se ha cometido en Israel.

De esto, yo interpreto que planeaban conocerlos.

Como primera medida, enviaron mensajeros a todas las parentelas de Benjamín, pidiendo que los culpables del hecho deleznable fueran entregados para ser muertos, previo conocimiento. Mas no quisieron los hijos de Benjamín escuchar la voz de sus hermanos; antes bien los hijos de Benjamín de las demás ciudades se reunieron en Gabaa, para salir en guerra contra los hijos de Israel.

Por tres veces, los hijos de Israel consultaron a Dios si debían combatir contra la gente de Benjamín.

En las tres ocasiones la respuesta fue afirmativa, porque Dios aprueba y promueve la matanza entre hermanos. (8)

Benjamín salió vencedor en los dos primeros combates, mas en el tercero fue derrotado. Sus ciudades fueron quemadas y su gente herida a filo de espada. (9) Solo sobrevivieron seiscientos hombres. (10) Hombres en el sentido de gente con pitito, no en el sentido de gente en general. Todos hombres. Ninguna mujer.

Pues bien, resulta que al enterarse del crimen cometido por la gente de Gabaa, los hombres de Israel habían jurado que ninguno de ellos daría su hija a benjamita por mujer. Por tanto, la tribu de Benjamín parecía condenada a la extinción.

Del mismo modo que el levita se quejaba de que hubiesen violado y matado a su mujer, siendo que él mismo la había entregado a sus agresores, ahora la gente de Israel lamentaba la suerte de los benjamitas después de haber aniquilado a sus mujeres.

¿Por qué, oh Jehová, ha acontecido esto, que hoy se eche de menos una tribu en Israel? —clamaban llorando. (11)

Pensaron, entonces, qué podían hacer para ayudar a los benjamitas. Las mujeres debían ser hebreas, eso se sobrentiende. En ningún momento se discute la posibilidad de secuestrar mujeres de otros pueblos: el mestizaje hubiese equivalido a la extinción. De manera que había que buscar una vuelta de tuerca para obtener la solución sin transgredir el juramento. (12)

Todo contrato tiene su letra pequeña, los juramentos a Jehová no escapan a esta regla. Se había dicho que nadie entregaría su hija a un benjamita por propia voluntad. Aquí tenemos una pequeña fisura. También hemos visto con anterioridad que un segundo juramento puede contrarrestar parcialmente al primero.

Al momento de convocar a todas las tribus para tratar el asunto de la mujer descuartizada, los hebreos habían hecho un gran juramento contra las ciudades que no enviasen representantes a la asamblea.

¡Que mueran irremisiblemente! —se había dicho. (13)

Entonces dijeron los hijos de Israel:

¿Quién hay de entre todas las tribus de Israel que no haya subido a la Asamblea de Jehová?

Revisaron las planillas de inscripción, y he aquí que no había venido al campamento hombre alguno de parte de Jabés-galaad. Por lo cual, la Congregación envió allí doce mil soldados para que matasen a todos los hombres, incluidos los niños, y a toda mujer que hubiese tenido conocimiento carnal de varón. Pero a las vírgenes las conservarían con vida para darlas a los benjamitas. (14)

Se ve que las minas de Jabés-galaad eran más bien putonas, porque las vírgenes que se lograron recolectar mediante esta jugada no eran suficientes para cubrir las necesidades de Benjamín. (15)

¿Qué haremos a fin de conseguir mujeres para los que restan? —se preguntaban los ancianos de la Congregación.

Hasta que a alguien se le ocurrió una idea.

Se acercaba la fecha de una fiesta que la gente de Silo hacía todos los años en honor a Jehová. En esta fiesta, las minas salían de la ciudad para bailar en el campo.

Se dijo, pues, a los benjamitas:

Poneos de emboscada en las viñas y estad alerta. Cuando salieren las hijas de Silo, tomad cada cual una para sí y asunto arreglado. (16)

Así lo hicieron los hijos de Benjamín, y Jehová no se enojó con nadie. No se podía culpar a la gente de Silo por faltar a su juramento, puesto que sus mujeres habían sido secuestradas. (17)

De modo que todos vivieron felices y comieron codornices.

Y los platos los lavaron las mujeres, claro.


(1) Descendiente de Leví.
(2) Jueces 19:22
(3) Jueces 19:23
(4) Jueces 19:25
(5) Jueces 19:27, 28
(6) Jueces 19:29
(7) Jueces 20:4-7
(8) Jueces 20:18, 23, 26-28
(9) Jueces 20:48
(10) Jueces 20:47
(11) Jueces 21:23
(12) Jueces 21:7
(13) Jueces 21:5
(14) Jueces 21:8-12
(15) Jueces 21:14
(16) Jueces 21:19-21
(17) Jueces 21:22

domingo, 11 de agosto de 2013

MARCAS EN LA PIEL

En el brazo derecho tiene una cara diabólica, de ojos rojos y orejas puntiagudas, tocada con una galera, que fuma y lanza unos dados. No se ve mano alguna; simplemente, los dados flotan sobre el humo que el engendro del infierno expulsa por la nariz.

En el brazo izquierdo, un dragón de estilo oriental. Vuela sobre una nube negra, típico truco de tatuador para cubrir el escracho que está debajo: un dibujo feo que le había hecho Ulises con una aguja, re tumba.

En la cara interna del antebrazo izquierdo, una cruz. Al derecho o invertida, según cómo la mires.

En la cara externa de los antebrazos, los más recientes. Dos palabras. En el derecho, solve. En el izquierdo, coagula. Son las que tiene escritas en los brazos el Baphomet de Eliphas Lévi, aunque él no lo supiera, al menos conscientemente, a la hora de tatuárselas. Hablan, creo yo, de la capacidad que ha tenido para renacer en distintos momentos de su vida.

En el pecho, un viejo dibujo mío. El rostro de una mujer. También de orejas puntiagudas. Tiene algo de élfico o de vampírico. Mira con aire altivo. No me pidió permiso para tatuárselo, fue una sorpresa. Aún hoy, alguna tarde de verano mientras tomamos unos tes en cueros, cuando por un segundo vuelvo a prestarle atención a pesar de que ya forme parte del paisaje rutinario, me resulta extraño ver ese rostro salido de mi mano que me mira desde su cuerpo.

 Por último, en cada muslo una fecha.


                                                       13/04/98                                 14/04/98


Tatuadas por él mismo.

Enigmáticas.

¿Qué sucedió esos días?

El trece de abril del 98, Erasmo se enteró de que la chica de la que estaba enamorado, compañera suya de colegio, se había puesto de novia con otro.

Volvió a su casa —en aquel entonces vivía con su padre— y se cortó las venas con una hoja de afeitar.

O al menos creyó que se las cortaba.

Se hundió la hoja en el antebrazo, comenzó a perder sangre y se desmayó.

Quedó tendido en el piso del departamento.

Cuando volvió en sí, su padre aún no había regresado del trabajo. Mareado, tardó en recordar lo que había pasado. Permaneció tendido, revolviendo en esa jalea espesa en que se había convertido su memoria, hasta que logró dar con lo que buscaba. Entonces, abrió los ojos y se acercó el antebrazo a la cara. La sangre coagulada impedía apreciar la gravedad de la herida.

Se incorporó con esfuerzo. Se quedó sentado en el piso hasta que la cabeza dejó de darle vueltas. Luego fue al baño y se enjuagó el brazo. Ya casi no sangraba. Con dos dedos, con mucho cuidado, separó los bordes de la herida. Se veían las venas, intactas. El corte no había sido lo suficientemente profundo.

Sintió que era una señal. Al día siguiente, se tatuó las fechas en las piernas. La primera, de su muerte. La segunda, de su renacimiento. Y decidió dejar de usar su segundo nombre para hacerse llamar por el primero: Claudio.

Así me lo contó al poco tiempo de habernos conocido.

Años más tarde, más en confianza, me contó otra versión. El hecho era el mismo, pero variaba el móvil.

El trece de abril del 98, un lunes, un compañero de clase de Erasmo contó que el día anterior su madre había cocinado un pastel de carne delicioso.

—La mía nos hizo unos canelones que estaban para chupar el plato —dijo otro.

Otra madre había cocinado matambre de pollo.

Otra, ñoquis caseros con salsa bolognesa.

Otra, unas empanadas de las que solamente ella sabía la receta.

—Faaa… —dijo uno—. Qué copado cuando tu vieja se pone las pilas y cocina algo rico… Qué buenos que son los domingos…

Varios aprobaron este comentario.

—¿Y la tuya? —preguntó alguien—. ¿Qué te cocina?

Erasmo tardó unos segundos en contestar. Todas las miradas se clavaron en él.

—Galletitas con queso —dijo, con una mueca de ironía.

El grupo largó una carcajada.

—Siempre el mismo vos, eh…

En su casa, lo recibió el silencio al que creía estar acostumbrado. Se dispuso a preparar algo para el almuerzo. No sabía cocinar mucho más que fideos, de modo que fue eso lo que hizo. Se sentó en la cocina a esperar que el agua estuviese a punto. El sonido del hervor lo sacó de su ensimismamiento. Advirtió que estaba en penumbras, unas nubes espesas habían cubierto el sol. Pensó en encender la luz, pero no encontró razones para hacerlo. Los fideos se pasaron, como siempre. Se los quedó mirando, una masa húmeda en el colador.

—No voy a comer esto —dijo.

Fue al baño. Abrió el botiquín. Tomó la máquina de afeitar de su padre y retiró la hoja.