domingo, 11 de agosto de 2013

MARCAS EN LA PIEL

En el brazo derecho tiene una cara diabólica, de ojos rojos y orejas puntiagudas, tocada con una galera, que fuma y lanza unos dados. No se ve mano alguna; simplemente, los dados flotan sobre el humo que el engendro del infierno expulsa por la nariz.

En el brazo izquierdo, un dragón de estilo oriental. Vuela sobre una nube negra, típico truco de tatuador para cubrir el escracho que está debajo: un dibujo feo que le había hecho Ulises con una aguja, re tumba.

En la cara interna del antebrazo izquierdo, una cruz. Al derecho o invertida, según cómo la mires.

En la cara externa de los antebrazos, los más recientes. Dos palabras. En el derecho, solve. En el izquierdo, coagula. Son las que tiene escritas en los brazos el Baphomet de Eliphas Lévi, aunque él no lo supiera, al menos conscientemente, a la hora de tatuárselas. Hablan, creo yo, de la capacidad que ha tenido para renacer en distintos momentos de su vida.

En el pecho, un viejo dibujo mío. El rostro de una mujer. También de orejas puntiagudas. Tiene algo de élfico o de vampírico. Mira con aire altivo. No me pidió permiso para tatuárselo, fue una sorpresa. Aún hoy, alguna tarde de verano mientras tomamos unos tes en cueros, cuando por un segundo vuelvo a prestarle atención a pesar de que ya forme parte del paisaje rutinario, me resulta extraño ver ese rostro salido de mi mano que me mira desde su cuerpo.

 Por último, en cada muslo una fecha.


                                                       13/04/98                                 14/04/98


Tatuadas por él mismo.

Enigmáticas.

¿Qué sucedió esos días?

El trece de abril del 98, Erasmo se enteró de que la chica de la que estaba enamorado, compañera suya de colegio, se había puesto de novia con otro.

Volvió a su casa —en aquel entonces vivía con su padre— y se cortó las venas con una hoja de afeitar.

O al menos creyó que se las cortaba.

Se hundió la hoja en el antebrazo, comenzó a perder sangre y se desmayó.

Quedó tendido en el piso del departamento.

Cuando volvió en sí, su padre aún no había regresado del trabajo. Mareado, tardó en recordar lo que había pasado. Permaneció tendido, revolviendo en esa jalea espesa en que se había convertido su memoria, hasta que logró dar con lo que buscaba. Entonces, abrió los ojos y se acercó el antebrazo a la cara. La sangre coagulada impedía apreciar la gravedad de la herida.

Se incorporó con esfuerzo. Se quedó sentado en el piso hasta que la cabeza dejó de darle vueltas. Luego fue al baño y se enjuagó el brazo. Ya casi no sangraba. Con dos dedos, con mucho cuidado, separó los bordes de la herida. Se veían las venas, intactas. El corte no había sido lo suficientemente profundo.

Sintió que era una señal. Al día siguiente, se tatuó las fechas en las piernas. La primera, de su muerte. La segunda, de su renacimiento. Y decidió dejar de usar su segundo nombre para hacerse llamar por el primero: Claudio.

Así me lo contó al poco tiempo de habernos conocido.

Años más tarde, más en confianza, me contó otra versión. El hecho era el mismo, pero variaba el móvil.

El trece de abril del 98, un lunes, un compañero de clase de Erasmo contó que el día anterior su madre había cocinado un pastel de carne delicioso.

—La mía nos hizo unos canelones que estaban para chupar el plato —dijo otro.

Otra madre había cocinado matambre de pollo.

Otra, ñoquis caseros con salsa bolognesa.

Otra, unas empanadas de las que solamente ella sabía la receta.

—Faaa… —dijo uno—. Qué copado cuando tu vieja se pone las pilas y cocina algo rico… Qué buenos que son los domingos…

Varios aprobaron este comentario.

—¿Y la tuya? —preguntó alguien—. ¿Qué te cocina?

Erasmo tardó unos segundos en contestar. Todas las miradas se clavaron en él.

—Galletitas con queso —dijo, con una mueca de ironía.

El grupo largó una carcajada.

—Siempre el mismo vos, eh…

En su casa, lo recibió el silencio al que creía estar acostumbrado. Se dispuso a preparar algo para el almuerzo. No sabía cocinar mucho más que fideos, de modo que fue eso lo que hizo. Se sentó en la cocina a esperar que el agua estuviese a punto. El sonido del hervor lo sacó de su ensimismamiento. Advirtió que estaba en penumbras, unas nubes espesas habían cubierto el sol. Pensó en encender la luz, pero no encontró razones para hacerlo. Los fideos se pasaron, como siempre. Se los quedó mirando, una masa húmeda en el colador.

—No voy a comer esto —dijo.

Fue al baño. Abrió el botiquín. Tomó la máquina de afeitar de su padre y retiró la hoja.

10 comentarios:

  1. Las galletitas con queso están subvaluadas.

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  2. Me hizo acordar al chico que siempre le contaba a sus compañeros que a la noche tomaba mate cocido y para evitar las burlas una mañana les cuenta que había comido milanesas.

    Dos tazas de milanesas.

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  3. Nachox: Jajaja. Me encantó tu comentario.

    Hugo: Jajaja.

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  4. El segundo móvil es mucho más verosímil.

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    Respuestas
    1. ¿Te parece?
      Mi madre no está de acuerdo contigo.

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    2. Yo creo que la tragedia (la griega al menos, onda "Edipo") es exagerada, que las razones que nos llevan al suicidio o a arrancarnos los ojos son mucho más pelotudas que una mina que nos deja o no poder ser el rey de Dinamarca. Es en el absurdo cotidiano donde se esconde lo más terrible de la existencia y capaz que lo más maravilloso... Una vez pedí unos ñoquis a una rotiseria y en el medio del plato enorme de ñoquis había un raviol de verdura, solo... Me largué a llorar desconsoladamente... Soy amigo de la relación entre las pastas y la angustia existencial.

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    3. Saludos a tu madre de todos modos...

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  5. wow, chabon. que gente jugada que has conocido. me re caben estas historias

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