domingo, 27 de octubre de 2013

GATOS (Primera Parte)

A la memoria de Fígaro.


Nunca me acosté con una mujer que no tuviera un gato. 

No es que yo haya buscado que así fuera ni que ese sea un requisito indispensable para acostarse conmigo —por favor, no quisiera que alguien lea esto y salga corriendo a la tienda de mascotas—, simplemente así se dio.

Sin embargo, en una época, cuando hablábamos con mi hermana Silvana sobre potenciales parejas, tomábamos como buen signo —medio en broma, medio en serio— el hecho de que al —o a la— pretendiente de turno le gustaran los gatos.

Entonces, era habitual que dijéramos:

—Le gustan los gatos: debe ser copado.

O copada, según el caso.

Aunque, por lo general, la que tenía pretendientes era ella. Ya saben: yo era un chico timorato —esta es una palabra tan espantosa que me gusta—, con problemas para relacionarse con las mujeres, etc., etc., etc.

Los gatos son como Perón y como el cine francés. La gente los ama o los odia, rara vez hay puntos medios. Sus enemigos suelen tacharlos de traicioneros y de poco afectivos. Y la mayoría de las veces, si no todas, argumentan esto comparándolos con los perros.

Respecto a la primera de las acusaciones, he de decir que he recibido más ataques a traición por parte de perros que de gatos. Y he conocido a muchos de ambos.

Aunque pienso que tachar de traicionero a cualquier animal es una estupidez tremenda. Es interpretar su conducta como si fuera humana.

¿A qué llamamos traición en un animal?

Al hecho de que el animal haga algo que no nos esperamos. Que nos ataque sin previo aviso y sin razón alguna. Cuando siempre hay una razón para que un animal, incluido el hombre, haga lo que hace. Solo que muchas veces, tanto con hombres como con animales, no logramos captar esas razones. Porque el modo en que interpretamos la realidad es distinto al de ellos.

En cuanto al aviso previo, puede ser que el animal lo haya dado sin que nosotros, al igual que con sus razones, hayamos sabido interpretar el mensaje.

O puede que no. En ese caso, yo no hablaría de traición, sino de estrategia. Es lógico que oculte sus intenciones quien pretende atacar a su enemigo con éxito. Y este modo de actuar no es exclusivo de los gatos. También lo he visto en perros. Y en humanos, claro.

¿Acaso pretendemos que, antes de atacarnos, el animal nos arroje un guante al rostro o nos envíe una carta documento?

Todos estarán de acuerdo en que esto es absurdo. Ningún empleado de correo le daría bola a un gato que intentase enviar un telegrama.

Respecto a la acusación de que los gatos son poco afectivos, quien dice eso jamás ha convivido con ellos. Nunca ha llegado a su casa y ha sido recibido por una panza hacia arriba demandante de mimos. Ni ha sentido besos de lengua áspera en su nariz.

En Un ojo en el cielo, Philip Dick hace decir a uno de sus personajes sobre alguien que odia a los gatos:

—Actitudes como la suya son la causa de los campos de exterminio. Estar en contra de los gatos no dista mucho del antisemitismo.

Estoy de acuerdo con Philip Dick.

Parte del rechazo que suscitan los gatos en algunas personas se debe a que, a pesar de estar tan sometidos a nosotros como los perros, en el fondo de ellos hay algo que permanece indómito. No es algo que tenga que ver con la conducta —tanto perros como gatos cometen actos de rebeldía, como atentar contra nuestras pertenencias en represalia a lo que han considerado una afrenta—, sino algo que transmiten con su lenguaje corporal. Algo que se percibe en su modo de sostenernos la mirada. El perro rehúye la mirada penetrante o reacciona a ella con agresividad. El gato permanece imperturbable. Establece con nosotros un diálogo ocular a lo Clint Eastwood. Parece estar diciéndonos «No me doblego ante nadie».

Y aquí volvemos al tema de la traición, que según la RAE es la falta que se comete quebrantando la fidelidad o lealtad que se debe guardar o tener. El gato nos dice: «No le debo lealtad a nadie. Todo lo que suceda entre nosotros será de común acuerdo. Y yo me reservaré el derecho a dejar sin efecto nuestros contratos cuando me dé la gana. Yo te diré cuándo tocarme y cuándo no. Yo te diré qué partes de mí podrás acariciar y cuáles no, y el modo en que habrás de hacerlo. Y en el medio podré cambiar de opinión y morderte la mano. Si considero que ya es suficiente, por ejemplo, o que estás manipulándome con torpeza. Te he advertido. El que avisa no traiciona».

Notarán que en los últimos párrafos he hecho lo mismo que antes he criticado: interpretar el comportamiento animal como si fuese humano. Y me encanta hacerlo. Pero, qué joder, la realidad es que la mirada del gato no necesariamente significa eso. Tal vez mira fijo y punto, sin que eso quiera decir absolutamente nada.

Leí una vez en una revista digital, cuyo nombre citaría si lo recordase, que una de las razones por las que perros y gatos suelen llevarse mal es esa diferencia en cuanto al lenguaje corporal. El perro interpreta la mirada sostenida como un desafío, o como una amenaza. Si el gato mira fijo no es más que por curiosidad; cuando amenaza, suma a la mirada otras señales corporales, como el lomo arqueado. Tal vez, el modo en que nosotros utilizamos la mirada sostenida y el modo en que la interpretamos sean más afines al lenguaje corporal del perro. Aunque, por supuesto, siempre hay excepciones. Yo soy una. A pesar de que en esencia soy un tipo más bien tímido, acostumbro mirar fijo a los ojos a tal punto que a veces incomodo a mis interlocutores, incluso a gente muy allegada a mí. No es algo que haga voluntariamente. Si bien puedo controlarlo cuando lo hago consciente, es una tendencia automática.

Esto me recuerda una anécdota.

En el año 98 había muchos conflictos entre Silvana y mi vieja. Vivíamos los tres juntos en un departamento. Mi vieja acababa de separarse de Raúl y aún no había vuelto a juntarse con mi viejo. Cuando mi hermana y mi vieja se peleaban, volaban objetos por los aires, había portazos y cosas así. Yo intentaba apaciguarlas. Una noche que el escándalo era especialmente ruidoso, un timbrazo interrumpió la función.

Nos miramos.

—¿Es el portero eléctrico o acá arriba? —preguntó mi vieja.

Otro timbre.

—Es acá —dije—. Debe ser algún vecino.

Permanecimos en silencio. Esperé, pensando que el visitante se cansaría y se iría. Pero no. Otro timbre. Otro timbre. Otro timbre. No parecía dispuesto a abandonar su posición. De modo que acudí a atenderlo.

Abrí la puerta. Era una mujer. Muy delgada, unos cuarenta y cinco años. Expresión severa.

—¿Sí? —dije.

—Soy la vecina de abajo —dijo—. Hasta hoy me venía aguantando, pero esto es intolerable.

 Me llevé la mano al pecho.

—Le pido mil disculpas —dije.

—¿Disculpas? —dijo. Se quedó unos segundos en silencio, acusándome con la mirada—. Esto es espantoso. —Me miró de arriba abajo—. No pasa un día sin que suceda lo mismo. ¿Y vos me pedís disculpas? No tenés vergüenza.

No supe qué responder. Me quedé en silencio, esperando que se diera por satisfecha y se retirara.

Pero prosiguió.

—Esto tiene un nombre —dijo—, ¿sabés?

Levanté una ceja, interrogante.

—Esto se llama violencia doméstica —remató.

De pronto, me cayó la ficha.

Esta mujer cree que golpeo a mi familia.

Fue tal el impacto de esta revelación en mí que no atiné a otra cosa que a quedarme mudo, mirándola fijo.

Ella malinterpretó mi actitud.

—No me mires así —dijo. Levantó la voz— ¡No me amenacés! ¡No me amenacés!

Como verán, en esta situación yo era el gato.

Y mi vecina era una perra.

sábado, 12 de octubre de 2013

DAVID SE EMPERNA A LA MUJER DE OTRO

Primer Libro de Samuel, capítulos 18 al 31.
Segundo Libro de Samuel, capítulos 1 al 12.


Habíamos dejado a Saúl y David contando prepucios.

Ahora apretamos la tecla de avance rápido.

Ya les dije que el vínculo entre Saúl y David era ambivalente. Que Saúl oscilaba entre el odio y la culpa, y que a lo largo del primer libro de Samuel intenta matar a David reiteradas veces para luego arrepentirse. Es decir: intenta matarlo y se arrepiente, vuelve a intentar matarlo, vuelve a arrepentirse. Así hasta que vienen los filisteos y lo cagan matando a él. Y punto. Chau, Saúl; chau, primer libro de Samuel. A otra cosa.

Para más detalles de la historia de Saúl y David ya les recomendé que lean Saúl, la obra teatral de André Gide. Vuelvo a hacerlo.

Pasamos al segundo libro de Samuel. Seguimos en avance rápido. Ya vimos que ahora es David el elegido por Jehová para reinar sobre Israel. Pero cuando muere Saúl, los hebreos ponen a su hijo Is-boset en el trono. Les dura casi tan poco como a nosotros, en su momento, Rodríguez Saá. Luego de cruentas luchas intestinas, unos chabones entran a su casa, lo hieren en el vientre y le cortan la cabeza —a Is-boset, Rodríguez Saá aún no había nacido—. Muerto el hijo de Saúl, los hebreos ponen a David en el trono. Han hecho falta litros de sangre derramada para que las cosas estén como las quiere Dios.

En el capítulo cinco, David mata jebuseos y filisteos.

En el capítulo ocho, moabitas, siros y más filisteos.

En el capítulo diez, amonitas y más siros.

Así siguió David haciéndose más y más grande; porque Jehová, el Dios de los Ejércitos, era con él. (1)

Llegamos al capítulo once y volvemos a la velocidad de avance normal, porque aquí viene los que quiero contar.

Los hebreos seguían en guerra con los amonitas. David supervisaba todo desde su casa.

Y aconteció un día, al caer la tarde, que David se levantó de su cama, y se paseaba sobre la terraza. Y desde allí vio a una mujer que se bañaba, y la mujer era sumamente hermosa.

Y mandó a preguntar:

¿Quién es esa mina? (2)

Bat-seba —le respondieron—. Mujer de Urías heteo.

En ese momento, el tal Urías se encontraba en el frente de batalla.

Entonces, David convocó a Bat-seba al palacio. Y ella vino a él, y él se la re garchó. Luego ella volvióse a su casa. (3)

Pero he aquí que la mina quedó embarazada. De modo que, días después, dio aviso de esto a David. (4)

Mierda, pensó David, y envió un mensaje a Joab, jefe del ejército.

«Mandame a Urías heteo», decía. (5)

Días después, Urías se presentaba ante él.

—¿Cómo andás, Urías? —preguntó David—. ¿Todo bien?

—Todo bien —dijo Urías—. Todo tranquilo.

—Bien —dijo David—. Me alegro. ¿Cómo anda el amigo Joab?

—Bien, bien…

—¿Y la guerra cómo va? ¿Están haciendo cagar a esos amonitas?

—Sí, los estamos haciendo mierda.

—Perfecto. Así me gusta. Todo en orden. Bueno, Urías, gracias por la info. Ahora andá a tu casa, lavate las patas, morfate algo, descansá… Bien merecido lo tenés. Y mañana pegás la vuelta. (6)

Mas Urías se acostó a la entrada de la casa del rey, con todos los siervos de su señor, y no descendió a su casa.

Al día siguiente, David fue informado sobre esto.

—¡¿Pero qué hace este pelotudo?! —dijo, y lo mandó a llamar.

—¿Sí? —dijo Urías.

—¿Por qué no bajaste a tu casa, bolas? —dijo David—. Debés estar agotado… Acabás de llegar de viaje. (7)

Joab y mis compañeros están acampados al raso —dijo Urías—. ¿Por ventura había yo de irme a mi casa, para comer, y beber, y acostarme con mi mujer? ¡Por tu vida, y por la vida de tu alma, que no haré tal cosa!

—O.K. —dijo David—. Quédate aquí hoy también y mañana te despacharé.

Urías, pues, se quedó en Jerusalem aquel día. Y David lo invitó a comer con él y lo hizo emborrachar. (8) Pero no hubo caso: incluso así, en pedo como estaba, Urías seguía firme en su actitud, y esa noche tampoco bajó a su casa.

Habiendo fracasado su plan, David tomó una medida más drástica. A la mañana siguiente, despachó a Urías con una carta para Joab.

La carta decía: «Poned a Urías al frente, en lo más recio del combate, y retiraos de en pos de él, para que sea herido y muera». (9)

Joab estaba sitiando la ciudad de Rabbá. Obedeciendo la orden de David, puso a Urías en las primeras filas. Los hombres de la ciudad hicieron una salida. Los hebreos los rechazaron, empujándolos de nuevo hasta la puerta. Pero esta maniobra los expuso al ataque de los arqueros apostados en lo alto del muro. Las flechas hirieron a varios hombres, entre ellos a Urías, que murió. (10)

Al oír que era muerto su marido, Bat-seba prorrumpió en lamentos. Mas cuando hubo pasado el luto, David la recogió en su casa —cualquier modo en que interpreten esta frase es correcto—. Y ella fue su mujer, y parióle un hijo.

Tengan en cuenta que «ella fue su mujer» significa «ella vino a sumarse a las mujeres que él ya tenía». Recordemos que entre los hebreos no había restricciones respecto a la cantidad de mujeres que podía tener un hombre. Y en este contexto, el verbo tener está bien empleado, ya que la mujer pertenecía a su marido. Por eso, el mandamiento que condena la codicia dice: «No codiciarás la casa de tu prójimo, ni su mujer, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna que sea de tu prójimo». (11) La mujer era una pertenencia más entre todas la que podía tener un hombre.

Posteriormente, los católicos dividieron este mandamiento en dos: «No desearás la mujer de tu prójimo» —que luego, en la época de Juan Pablo II, se convirtió en «No consentirás pensamientos ni deseos impuros»— y «No codiciarás los bienes ajenos». Y para mantener la cantidad de mandamientos, suprimieron el que dice: «No harás para ti escultura, ni semejanza alguna de lo que está arriba en el cielo, ni de lo que está abajo en la tierra, ni de lo que está en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás ante ellas ni les darás culto». (12)

O tal vez fue al revés: dividieron el mandamiento de la codicia para suprimir el de las imágenes y así poder vender estampitas de la Virgen, San Cayetano, San Jorge, San Cono y el papa Francisco.

Pero volvamos a lo nuestro. Entre los hebreos, entonces, un hombre podía tener las mujeres que quisiera, siempre y cuando le diera el cuero para mantenerlas. Por eso, si bien la ley era igual para todos, quienes solían tener varias mujeres eran los hombres poderosos. Tal era el caso de David, que en la época de este relato tenía por mujeres a Micol —aquella a quien había comprado por doscientos prepucios—, Ahinoam, Abigail, Maaca, Haguit y Abital, entre otras.

Días después del nacimiento del niño de Bat-seba, Natán, profeta, fue de visita al palacio. Se presentó ante David y le dijo:

Había dos hombres en una ciudad, el uno rico y el otro pobre. El rico tenía ovejas y vacas en grande abundancia. El pobre nada tenía sino una corderita pequeña, que él había comprado y había criado, y la cual había crecido con él y con sus hijos. De su bocado de pan comía, y de su copa bebía, (13) y en su seno dormía: le era como una hija suya.

»Vino una vez un caminante al hombre rico. Mas él no quiso tomar cosa alguna de sus rebaños para convidarlo, sino que tomó la corderita de aquel hombre pobre y la hizo cocinar para servirla al hombre que había venido a él.

David —que sería muy hábil con la honda, pero no se le daba mucho eso de las alegorías— exclamó:

¡Vive Jehová, que es digno de muerte el hombre que ha hecho eso! ¡Y pagará el valor de cuatro ovejas, por cuanto ha obrado sin piedad!

¡Tú eres aquel hombre! —lo interrumpió Natán—. (14) Así dice Jehová: Yo te ungí por rey sobre Israel, y te libré de la mano de Saúl, y te di la casa de tu señor, y las mujeres de tu señor las he dado en tu seno. Y si esto te pareciera poco, te habría dado por añadidura tales y tales cosas. ¿Por qué, pues, has despreciado el mandamiento de Jehová, haciendo lo que es malo a sus ojos? ¡A Urías heteo has muerto a cuchillo, y a su mujer has tomado por mujer tuya, matándole a él con la espada de los amonitas!

»Ahora pues, la espada nunca se apartará de tu casa, por cuanto tú me has despreciado. He aquí que yo levantaré el mal contra ti de en medio de tu misma familia. Y tomaré tus mujeres ante tu misma vista, y las daré a tu prójimo, el cual se acostará con ellas a vista de este sol. Porque tú lo has hecho en secreto, mas yo haré esta cosa delante de todo Israel, y delante del sol. (15)

¡He pecado contra Jehová! —dijo David, como si recién cayera en la cuenta.

—Sin embargo, no morirás —dijo Natán—. Pero puesto que con este hecho has dado a los enemigos de Jehová sobrada ocasión de blasfemar, el niño que te ha nacido morirá irremisiblemente. (16)

Y así fue. Jehová hirió al niño que la mujer de Urías había parido a David, de modo que enfermó gravemente. (17) Y aconteció que al séptimo día murió, (18) a pesar de que David rogó a Dios por él, haciendo ayuno y permaneciendo acostado en tierra junto a su lecho todo el tiempo que duró su padecimiento. (19)


(1) 2º Samuel 5:10
(2) 2º Samuel 11:3
(3) 2º Samuel 11:4
(4) 2º Samuel 11:5
(5) 2º Samuel 11:6
(6) 2º Samuel 11:7, 8
(7) 2º Samuel 11:10
(8) 2º Samuel 11:13
(9) 2º Samuel 11:15
(10) 2º Samuel 11:23, 24
(11) Éxodo 20:17
(12) Éxodo 20:4, 5
(13) Dios, beber de la copa chupada por una oveja…
(14) La fábula de Natán grafica muy bien lo que dije antes sobre el valor que se da a las mujeres en la Biblia: la mujer de Urías y las de David son comparadas con ganado.
(15) 2º Samuel 12:11, 12
(16) 2º Samuel 12:14
(17) 2º Samuel 12:15
(18) 2º Samuel 12:18. Es notorio que matar a un niño le demande a Jehová un día más que crear un mundo.
(19) 2º Samuel 12:16, 17