domingo, 22 de diciembre de 2013

CASTIGO MULTIPLE CHOICE

Segundo Libro de Samuel, capítulo 24.


Al igual que Saúl, David se mandó dos cagadas importantes durante su reinado. Ya hemos visto que las de Saúl fueron imperdonables, porque su pecado fue obrar con autonomía y Dios castiga con gran severidad a quien no obedece ciegamente sus mandatos. En cambio, las de David fueron menores y fue posible saldarlas mediante sendos correctivos.

La primera cagada, el asunto de Bat-Seba, fue fruto de la lujuria y quedó saldada con la muerte de un bebé y la cepillada que Absalón les dio a las concubinas de su padre.

La segunda cagada que se mandó David fue censar al pueblo de Israel.

Ustedes se preguntarán qué tiene de malo hacer un censo.

Hacer un censo significa poner la confianza en la fuerza física del pueblo, en su potencia militar, en vez de depositarla plenamente en Dios.

Contar gente es un acto de soberbia.

El hombre es una mierda. Sólo vale cuando goza del favor de Dios. Esa es la gran enseñanza de la Biblia, que atraviesa el texto de principio a fin.

Mas el corazón de David le remordió después de que hubo contado al pueblo. Y dijo David a Jehová: ¡He pecado gravemente en lo que acabo de hacer! Ahora pues, oh Jehová, te ruego perdones la iniquidad de tu siervo, porque he obrado con mucha insensatez.

A la mañana siguiente, Gad profeta, vidente de David, tuvo revelación de Jehová que decía:

Vé y di a David: Así dice Jehová: Tres cosas voy a proponerte. Escoge una de ellas para que yo te la otorgue.


A saber:

 a. Siete años de hambre para tu pueblo.
 b. Que por tres meses seas derrotado por tus enemigos.
℻ c. Tres días de peste en tu tierra. (1)


David eligió la peste. Murieron setenta mil personas y, con eso, la falta cometida quedó saldada. (2)


(1) 2° Samuel 24:11-13
(2) 2° Samuel 24:15

domingo, 8 de diciembre de 2013

DETRÁS DEL VIDRIO


Se acerca el horario de cierre y un coche entra al local. Pasa muchas veces. Una cagada, porque hasta que el coche no se va, no podés bajar la cortina. Y corrés el riesgo de que entre otro cliente que te haga quedar de garpe una hora más.

Del coche baja un pelotudo importante. Pelitos parados, piel anaranjada de cama solar, anteojos negros, mascando chicle. Se para frente al exhibidor de llantas deportivas, se quita los lentes. Pasea la mirada por la mercadería.

—¿Qué tenés para este? —pregunta entre mascada y mascada de chicle, señalando el auto—. Algo lindo, algo pistero.

Llevo dos años trabajando acá y este tipo de gente me hace sentir las mismas náuseas que el primer día.

—Mirá, tenés esto, tenés esto otro, lo de más allá… —le digo, señalándole las llantas compatibles con la marca de su coche. Omito lo de lindo —y especialmente lo de pistero—, todo lo que le muestro me parece igual. Los autos nunca me interesaron en lo más mínimo —excepto, tal vez, aquellos pequeñitos con los que jugaba a los tres años—, de modo que tampoco me fijo, claro está, en las llantas ni en cualquier otro accesorio que puedan llevar.

No es que no tenga criterio estético. Soy dibujante, no carezco de eso. Pero luego de dos años de trabajar acá, la falta de interés se ha convertido en desagrado, y no puedo ver bello ninguno de esos objetos. Salvo en raras ocasiones en que logro imaginarme que son otra cosa. Diseños de escudos de guerreros vikingos, por ejemplo. Sólo así puedo decirte que alguno me gusta más que otro.

—Kari, mirá —le dice el tipo naranja a su novia, que se ha quedado dentro del coche—. Bajate, vení… ¿Cuál te gusta más? ¿Esa o aquella?

La mina se baja del coche. Me parece notar en su cara una expresión de fastidio, aunque tal vez sólo sea una proyección de mi propio estado de ánimo y a ella le gusten las llantas tanto como al pelotudo de su novio. Ella no es naranja, eso me agrada. Lleva puesta una camperita corta que me permite mirarle el culo mientras ella compara las llantas que le señala su novio.

—¿Cuáles decís?

—Esa que tiene los rayitos torcidos, que parece que fuera un pulpo.

La mina se ríe.

—¿Un pulpo? —pregunta.

—Sí… —dice él—. Esa que tiene la tapita roja. De la fila de arriba, uno dos tres, la cuarta.

—Ah… —dice ella—. Sí. ¿Y la otra?

—La de allá, la que tiene cinco rayos y tachas.

Llega Manuel con la camioneta. Estaciona de culata y se pone a descargar mercadería. Mira su reloj y a la parejita. Le echa un vistazo al culo de la mina. Se muerde el labio inferior, menea la cabeza. No logro interpretar si su gesto significa «Qué pedazo de orto» o «Mirá a qué hora caen estos hijos de puta».

—¿Esa es la del Gol GTI? —me pregunta el tipo naranja.

—No —respondo—. Es parecida.

—¿En rodado quince la tenés?

—Sí.

—¿La podemos apoyar en la rueda del auto para ver cómo queda?

—Dale.

Mi tío sale de la oficina a trompicones, acelerado como siempre. Despeinado, la ropa arrugada, un pedazo de camisa sobresaliendo por debajo del pulóver. Parece que hubiera dormido vestido con la ropa del día anterior. Lleva las medias puestas por arriba de las botamangas del pantalón. Esto le forma a la altura de los tobillos unos bultos que parecen pelotas de tenis, lo que le da un aspecto bastante ridículo. Supongo que lo hace para evitar que le entre frío por debajo del pantalón. A veces, usa de ese modo una sola media.

Este es el hombre para el que trabajo. Si no fuera por él, jamás se me habría ocurrido meterme en este rubro. Tampoco lo habría hecho de no haber necesitado imperiosamente el dinero, siendo que —aparte de no interesarme los autos— mi tío deja mucho que desear como empleador y como persona, y este es un modo muy suave de decirlo. Trabajo aquí desde que las deudas con los bancos hicieron que mi vieja perdiera nuestra casa y lo haré hasta que la empresa de mi tío caiga, entre tantas otras, con la crisis de finales del 2001; pero para eso falta más de un año.

Ahora mi tío está pasando junto a mí con el andar rápido y torpe que lo caracteriza.

—Me voy, Guille —dice—. En un rato, Marta de Neumen te va a mandar un pedido por fax. Lo va a pasar a buscar mañana a primera hora.

—O.K. —digo.

—Apenas llegues, lo preparás, Manuel —dice—. Lo de Maynar lo dejamos para después del mediodía.

—Bueno —dice Manuel.

—Hasta mañana —dice mi tío—. Estoy en el móvil.

Como todas las tardes, al salir casi se lleva puesta la pila de cubiertas que está atada junto a la puerta.

Busco la llanta que quiere el tipo naranja y la sostengo junto a su coche para que la vea presentada.

Retrocede unos pasos. Mira con una mueca estúpida.

—¿Y? —dice—. ¿Qué te parece, Kari?

—Está buena… —dice ella.

Manuel terminó de descargar la camioneta. Pasa por detrás de ellos, aprovecha para echarle otro vistazo al culo de la mina y entra en la oficina. Al rato, sale con el handy en la mano. Me lo tiende.

—Te llama —dice.

Tomo el handy.

—¿Cuánto está? —pregunta el tipo naranja.

—Doscientos cincuenta cada una —respondo. Eso suma más que un sueldo mío.

—¿Y cubiertas como para esto tenés? —pregunta Naranja.

Pipip, suena el handy.

—Guille… —dice la voz de mi tío con tono de fastidio.

—Atendelo que yo sigo —dice Manuel.

—Dale.

Aprieto el botón del handy.

Prip.

—Decime, Omar —digo.

Pipip.

—Traeme los anteojos que me los olvidé en el escritorio —dice—. Estoy en la estación de servicio.

Prip.

—Dale.

Tomo los anteojos y salgo. Voy hacia la esquina. Saludo al tipo de la Esso. Busco el Suzuki blanco con la mirada. Omar me toca bocina. Camino hacia él.

—¡Rápido! —dice el playero—. ¡Dale las antiparras que no puede despegar!

Nos reímos.

Mi tío baja el vidrio de la ventanilla y me tiende la mano. Le doy los anteojos.

—¿Qué te dijo el playero? —pregunta.

—Nada… —digo—. Un chiste.

Se pone los anteojos. Me mira con desconfianza.

—Bueno —dice—. Nos vemos mañana.

—Nos vemos mañana —repito.

Sube la ventanilla y parte veloz.

Me dispongo a volver al negocio cuando siento que alguien me llama.

—¡Guille!

Al voltearme la veo a Graciela, que cruza la avenida Juan B. Justo al trote, viniendo hacia mí. Algo en esa imagen me impacta. Ella está fuera de contexto. Desde que comenzamos nuestra relación, nunca quise que me buscara a la salida del laburo; siempre nos encontramos a tres cuadras, en Juan B. Justo y Corrientes. Ahora que nuestra relación terminó —aunque ella se niegue a aceptarlo—, decide atravesar ese límite. La veo y me parece que su figura hubiese sido recortada de otro lado y pegada sobre este escenario. La sensación es tan extraña como lo sería si lo que cruzase la avenida fuese un oso polar. ¡Tú no eres de aquí! ¡Tú no eres de aquí!

—Guille… —repite cuando llega hasta mí. Resuella. Me da la impresión de que finge estar más agitada de lo que realmente está. Me mide un segundo y aproxima la cara para saludarme. La dejo hacer. Nuestras mejillas entran en contacto. No la rechazo, pero tampoco hago ruido de beso.

—Ya te estás yendo, ¿no? —dice.

—Sí —respondo—. Termino con unos hijos de puta que acaban de entrar al local y me voy.

—Quisiera hablar con vos un segundo. ¿Tenés tiempo para que nos tomemos un café o de acá te vas a algún lado?

—Me voy a encontrar con Leonel —miento.

—Bueno. Te acompaño a la parada de colectivo, entonces. ¿Puede ser?

—Como quieras, pero mirá que me voy corriendo.

—O.K. Por lo menos hablamos un rato. Te espero.

Asiento con un movimiento de la cabeza y vuelvo al local.

Después de nuestro último encuentro sexual, el día que me regaló la estatuilla espantosa, decidí que la historia no daba para más. Nos volvimos a encontrar en un café y le dije que me parecía que nos estábamos engañando: que ser amantes o amigos que eventualmente satisfacen sus necesidades mutuas —como ella nos había llamado— era exactamente lo mismo. Y que seguía pensando lo que le había dicho antes: que teníamos una relación que nos hacía daño, que el hecho de que ella sintiera por mí algo que yo no sentía por ella provocaba escenas de celos y otras situaciones desagradables que yo no deseaba seguir viviendo.

—O.K. —dijo—. Tenés razón. Fue un error proponerte tener sexo la última vez. Eso mezcló las cosas. Quiero ser tu amiga. Quiero que cada tanto nos juntemos a tomar un café, como ahora, y que charlemos de nuestras vidas. Que compartamos nuestras frustraciones, nuestros logros. Que de vez en cuando vayamos al cine. Todo lo que hacen los amigos.

—No, Graciela —dije—. Eso decís ahora, pero terminaríamos igual que siempre. Me parece que, al menos por un tiempo, tendríamos que dejar de vernos.

El rostro se le oscureció. Parpadeaba.

—¿Es una decisión tomada? —preguntó.

—Sí —dije.

—Está bien… —dijo—. Si así lo decretás…

En el negocio, Manuel ya está trabajando con el auto del tipo naranja.

—Te ayudo —le digo—, así lo terminamos más rápido.

—Dale.

Terminamos el trabajo. El tipo naranja se va contento. Cerramos las puertas de vidrio, bajamos la persiana. Apago todas las luces, menos las de la oficina. Nos cambiamos, nos lavamos las manos. Cuando volvemos a la oficina, Graciela está parada en el frente del local. Mira a través de las puertas de vidrio intentando divisarme. La oficina está separada del frente por la playa de estacionamiento. Si bien está iluminada, el vidrio de las ventanas es espejado. Podemos ver a Graciela, ella a nosotros no.

—¿Y esa? —pregunta Manuel.

No respondo.

Se ríe.

—No me digas que es la viejita que te cogías —dice.

Sonrío sin ganas.

—Sí… —digo.

Manuel sigue riendo.

—¡Ta buena la veterana! —dice—. ¿No era que ya no la veías?

—Sí. No sé qué carajo quiere.

—Yo sí sé.

—Qué boludo que sos… Bueno, si te gusta y sabés lo que quiere, dáselo vos.

Se ríe.

—No —dice—, gracias. Si después me va a perseguir como a vos, paso. ¿Vamos?

—Andá yendo. Yo voy a hacer un llamado antes de irme.

—¿A la policía?

—No, boludo. A SWAT. Y a Brigada A. Todo junto.

Se ríe.

—Bueno, Guillín —dice—. Nos vemos mañana.

Sale. Veo cómo Graciela lo intercepta. Le habla. Manuel señala hacia dentro, dice algo y se va. Graciela vuelve a mirar a través del vidrio.

No tengo ningún llamado que hacer. Sólo quiero dilatar un poco la salida. Respirar un poco, descansar, antes del encuentro desagradable que me espera.

Me siento en el escritorio de mi tío. Miro a Graciela. Tiene algo en la mano. Parece un cuadro. Trato de recordar si lo tenía hace un rato, cuando la vi en la esquina. Juraría que no. Lo apoya en el piso. Con las manos se hace un techito sobre los ojos y se pega al vidrio.

Giro la silla. Aparto la vista de Graciela y la clavo en un punto indeterminado de la pared. Apago la luz. Cierro los ojos. Estiro las piernas. Respiro.

Tuerzo la cabeza para mirarla otra vez. Ahora tiene las manos juntas, como si rezara. Y habla. Cierro los ojos, los vuelvo a abrir. Vuelvo a poner la silla de frente. Me inclino sobre el escritorio. Quiero estar seguro de que lo que veo es cierto. Sí: mueve los labios. Sabe que la miro y está rogándome que salga.

Afuera ya es de noche. Negra sobre fondo negro, la figura de Graciela sólo se recorta por los destellos fugaces de los autos que corren por Juan B. Justo. No puedo dejar de mirarla. Lo que está haciendo me horroriza y me fascina al mismo tiempo.

Enciendo la luz de la oficina para cortar el embrujo.

Levanto el tubo del teléfono. Llamo.

—Hola…

—Hola. ¿Claudio?

—¡Sí! ¿Qué hacés, pibito? ¿Cómo andás?

—Bien, pibito. Acá, en el laburo.

—¿Todavía?

—Sí. Pero ya cerré. Y adiviná quién me está esperando en la puerta…

Se queda unos segundos en silencio. Después se ríe.

—Nooo… —dice.

—Síii… —digo.

—Bueno, vos te metiste donde no debías. Ahora estás pagando las consecuencias. ¿Viste esos cuentos de Lovecraft en los que el tipo se mete en un lugar antiguo y tenebroso, y ve algo que lo deja marcado de por vida?

Me río.

—Sí… —digo—. Algo inenarrable.

Se ríe.

—Tal cual —dice—. Y el tipo se vuelve loco y se pone a escribir el relato. Y comienza diciendo —cambia la voz—: «Me están acechando. Sé que pronto moriré. Pero antes he de narrar los horrores de los que he sido testigo».

Me río.

—Qué hijo de puta… —digo.

—Bueno, esto es igual. Ahora ya es tarde, pibito. Tendrías que haber huido antes.

—Aún estoy a tiempo de suicidarme.

—Da igual. También te va a perseguir del otro lado.

—Tenés razón.

—¿Estás esperando a que se aburra y se vaya? Si es así, vas muerto, eh…

—No… Estoy haciendo un toque de tiempo. Me tomo cinco minutos, me tomo un té.

—No sabés la última…

—¿Qué?

—¿Viste el cuadro feo que tiene en el comedor, al lado de la puerta de la cocina?

—¿Cuál?

—Uno que tiene un puente que cruza un río. Con árboles de fondo y flores por todos lados. Re pedorro.

—Creo que sí. Ahora no me acuerdo. Pasa que cuando entraba al departamento, me iba corriendo a la pieza para que los gatos no me devoraran. No tenía tiempo de fijarme en esos detalles.

Se ríe.

—No importa —dice—. Tiene un cuadro así como te digo. Y la nueva es que recortó una foto en la que vos y ella están abrazados y los pegó en el cuadro, parados en el medio del puente.

Me río.

—Dios… —digo—. No te puedo creer… —Miro el cuadro a los pies de Graciela—. Entonces es eso lo que tiene ahí…

Se ríe.

—No… —dice—. ¿En serio? ¿Te lo llevó hasta allá? Qué hija de puta… Te lo quiere regalar.

—No entiendo. Recién en la esquina no se lo vi. Y es un cuadro grande.

—Sí, bastante.

—Qué locura… Esta mujer no tiene límites.

—Como Yog-Sothoth.

Nos reímos.

—Bueno, pibito —digo—. Te voy dejando. Tengo una cita con la muerte.

—O.K. Haceme llegar de algún modo el manuscrito con tus últimas palabras.

—Dale. Te lo mando con una alimaña descarnada de la noche.

—Dale. Nos vemos el sábado.

—Nos vemos el sábado.

Corto.

Graciela sigue con su ritual.

Me pongo la campera. Me calzo la mochila. Activo la alarma. Salgo.

—Pensé que no salías más… —dice Graciela.

—Tenía que llamar a unos clientes —digo.

—Ah…

—Vamos que estoy apurado —digo, y me pongo en marcha.

—¿Tan rápido te tenés que ir? —pregunta.

—Sí —digo—. Tengo que llevarle una llave a Leonel. Es urgente. Y con los hijos de puta que me entraron al local a último momento y los hijos de puta que tuve que llamar antes de irme, se me hizo re tarde. De acá tengo que ir a Olivos, y de Olivos volver a Munro. Voy a llegar con el tiempo justo para bañarme, comer y acostarme a dormir.

—Bueno. Gracias por darme unos minutos, entonces.

—…

Llegamos a la esquina. Mientras esperamos que el semáforo nos dé paso, miro el cuadro de reojo. Me lo muestra.

—¿Te gusta? —dice.

Me encuentro con algo distinto a lo que espero. Son dos angelitos bastante espantosos. Tienen cara de vieja. Visten taparrabos azules y vuelan contra un firmamento rosado.

—Ajá… —digo.

—Lo encontré recién, en la esquina.

—…

—Me lo llevo a casa.

—…

El semáforo se pone en verde. Cruzamos.

—¿Cómo estás? —me pregunta.

—Bien —digo.

—¿Tu tío? ¿Igual que siempre?

—Igual que siempre.

—¿El curso de historieta?

—Bien.

—¿Dibujaste algo nuevo?

—Poco. No tengo mucho tiempo.

—Me imagino…

—…

—¿Conociste alguna chica?

La miro.

—No —digo.

—Ah… No te enojes… Preguntaba nomás…

—No me enojo.

—Bueno, se ve que no tenés muchas ganas de hablar…

—…

Llegamos a la parada del setenta y uno.

—Cuando levantás la pared sos terrible —dice.

—…

—Yo quería hablar de nosotros. De lo que nos pasó. No entiendo por qué tenemos que terminar así. Necesito saber por qué decidiste cortar nuestra relación.

—Ya te expliqué por qué.

—No, nunca me explicaste…

—Sí, lo hice… Más de una vez.

—Bueno, tal vez no fuiste tan claro como creíste. ¿Podés explicármelo de nuevo? Creo que me lo merezco. Hasta a los condenados a muerte se les da derecho a una última voluntad.

—No, no puedo. Me tengo que ir. Ahí viene mi colectivo.

—¿Te lo vas a tomar?

—Claro… Te dije que me tenía que ir corriendo.

—¿Me vas a dejar así?

La miro a los ojos.

—Sí —digo, y le hago una seña al colectivero para que se detenga.

Graciela tiene aspecto de bruja, pero no lo es. Si lo fuera, la mirada que me lanza me haría caer los dientes.