domingo, 7 de septiembre de 2014

SATURNO HEMBRA


Es sábado. El día está lindo. Hasta comienzos de esta semana ha hecho mucho calor. Recién ahora el verano parece estar aflojando. Hoy está soleado, pero corre un vientito fresco que revitaliza. Dan ganas de salir a pasear.

Entra una tipa a la librería, arrastrando a su hijo de doce años.

—¡Vamos! —le dice—. ¡Rápido! ¡Apurate que estamos llegando tarde!

Es una mujer de cuarentipico, muy elegante en su vestir. Se para en mitad del salón, sin soltar la mano de su hijo.

—¿A quién le puedo hacer una consulta? —pregunta al aire.

Alejandro está sentado en la silla destinada a los clientes que desean hojear algún libro. Apoya las manos en los posabrazos, se levanta con esfuerzo y avanza hacia la mujer con andar cansino y gesto huraño, como es habitual en él. Tiene sesenta y dos años, problemas crónicos de cintura y una marcada fobia social.

—¿En qué la puedo ayudar? —pregunta.

—Necesito un regalo para un chico de doce años —dice la mujer. Está muy acelerada—. Algún clásico. Que no sea muy caro.

—Mire, acá tiene varios clásicos—dice Alejandro. Sólo tiene que torcer el cuerpo, justo han quedado al lado de esa mesa. Mejor, imposible—. Están de oferta.

—¿Pero son nuevos? —pregunta la mujer—. Usados no quiero.

—Son todos nuevos —responde Alejandro, con algo de hastío en la voz—. Usados no vendemos. Son importados de España. Editorial Edimat. Están a buen precio.

—¿Y cuál puede ser?

—A ver… Para un chico de doce años puede ser Viaje al centro de la TierraEl libro de la selvaColmillo blanco

La mujer manotea un libro.

—Voy a llevar La Eneida —dice.

¿La Eneida?…, pienso.

Viene al mostrador.

—¿Me cobrás este? —me dice.

Levanto la vista de lo que estoy haciendo. No la miro demasiado para que no me entren ganas de vomitar. Tomo el libro. Le paso el lector.

—Treinta y cinco pesos —digo.

—Si no, puede ser Las aventuras de Huckleberry Finn —sugiere Alejandro. La Eneida le parece tan inadecuado como a mí.

—No —dice la mujer—, prefiero este. Quiero que lean los clásicos. A ver si aprenden… —Se dirige de nuevo a mí—. Envolvémelo para regalo.

Armo el paquete. Mientras, la mujer cacarea.

—¡Ya son las cuatro! ¡¿Cuántas veces te tengo que decir que te prepares con tiempo?! ¡Siempre lo mismo! ¡Siempre lo mismo! ¡Todo a último momento! ¡Y mirá cómo estás! ¡Todo desprolijo! —Le acomoda la ropa a su hijo con movimientos bruscos. Lo peina con los dedos—. ¡Total, la que queda mal soy yo!

Termino.

—¿A ver cómo quedó? —me dice.

No contesto. Meto el paquete en una bolsa.

—Treinta y cinco —digo.

Recién en ese momento, se pone a buscar la guita. No la encuentra.

—¡No me digas que no traje la plata! ¡No lo puedo creer! ¡Agarré la otra billetera! ¡Es tu culpa! ¡Esto es porque vos me hablás y me hablás y me hablás! ¡Todo el tiempo me hablás! ¡No me dejás pensar!

El chico no dice una palabra.

—Voy a llamar a Alicia —sigue ella— Ojalá esté cerca. —Llama por el celular—. Hola, Alicia, habla Claudia. Estoy en la librería comprando el regalo. Me dejé la billetera en casa. ¿Estás por la zona? ¿Me podés prestar treinta y cinco pesos y hoy te los devuelvo?

Alicia responde que sí a ambas preguntas.

—Gracias, Ali —dice ella—. Me salvaste.

Corta y se dirige a su hijo.

—Por tu culpa… Por tu culpa… Todo el tiempo me hablás.

Se queda unos segundos en silencio. Es un milagro. Luego, saca el paquete de la bolsa y lo mira.

—Vamos a escribirle algo en la etiqueta —dice—. ¿Puedo usar la birome?

—Por supuesto —digo.

Le tiende la birome a su hijo.

—Tomá —le dice—. Escribí.

El chico se queda con la birome en la mano.

—¡Dale! —dice la madre—. ¡Escribí! Querido Clemente…

Tengo que alejarme. Si estoy mucho tiempo expuesto al campo áurico de esta mujer, el pelo se me caerá y mis descendientes nacerán con malformaciones. Me acerco a Alejandro, que ha vuelto a sentarse en la silla, y compartimos impresiones sobre nuestra amiga.

Al rato, nos interrumpe.

—¿Tenés liquid paper? —me pregunta.

—No —respondo, mientras vuelvo al mostrador.

Mira a su hijo con furia.

—¡Lo arruinaste! —le dice—. ¡¿No podés hacer una cosa bien?!

—Pero le puedo pegar otra etiqueta encima —digo, y tomo una.

O te la puedo pegar en la boca, pienso.

—¿A ver? —dice. Rasca con la uña el borde de la etiqueta que ya está pegada—. Podemos sacar esta.

La interrumpo.

—No —digo—. Es preferible que peguemos esta encima. Si no, el papel se puede rasgar.

Y olvidate de que te haga un nuevo paquete, conchuda, remato con el pensamiento.

Pego la etiqueta. Le tiende otra vez la birome a su hijo.

—Ahora hacelo bien —dice.

El chico habla por primera vez desde que entró a la librería. Se nota que la situación lo incomoda.

—Hacelo vos —dice.

—¡No seas ridículo, por favor! —dice ella—. ¡¿Cómo lo voy a hacer yo?! ¡Es amigo tuyo!

El chico toma la birome.

—¡Ahora hacelo bien! —sigue ella—. ¡Concentrate! ¡Eso te pasa porque estás todo el día jugando con la computadora!

Los vuelvo a dejar solos. Me quedo con Alejandro hasta que llega la amiga con la guita.

—¡Ay, cómo me salvaste, Alicia! ¡Cuánto te lo agradezco!

—¡No hay por qué, nena! ¡Es una pavada!

Alicia me da su tarjeta. La paso por el posnet.

—Qué lindo día, ¿viste?

—Síii… ¡Por fin se está yendo el calor! ¡Ya no se aguantaba más!

—Sí, terrible… Ahora corre algo de aire.

—Se respira.

—Está lindo para salir a pasear.

—Sí…

Alicia mira al chico.

—¿Y a vos qué te pasa? —le pregunta. Como no recibe respuesta, se dirige a la madre—. ¿Qué le pasa a este? ¿Por qué tiene esa cara?

Levanto la vista. Me intriga cuál será la respuesta.

La madre hace un gesto de «Y yo qué sé…».

Saco el ticket del posnet. Alicia firma. Le devuelvo la tarjeta.

—Vamos que es tarde —dice la madre.

—Vamos —dice Alicia.

Miro al chico.

—Hasta luego —le digo.

Sale detrás de su madre sin registrar mi saludo.