miércoles, 18 de marzo de 2015

DESPOJADO

La mujer apoyó el libro en el mostrador.

¿Qué libro era? ¿Uno de arte? ¿Uno de filosofía?

No lo recuerdo. No le presté atención, estaba haciendo varias cosas a la vez.

Le cobré.

—¿Me lo envolvés para regalo? —pidió.

—Cómo no —dije.

Hice el paquete. Cuando estaba a punto de ponerle el moño, me detuvo.

—Sin moño, por favor —dijo—. Si no, mi hijo me lo tira por la cabeza. Es minimalista.

Quedé inmóvil, con el moño en la mano, pegado a los dedos. Levanté la vista, la miré a los ojos. Su expresión era grave. Parpadeé. Volví a mirar el moño. Lo pegué en el mostrador.

Pobre mujer…, pensé.

La imaginé golpeando la puerta del cuarto de su hijo.

—Andrés…

Contra el pecho sujeta un paquete a lunares, con un moño enorme, dorado. Su hijo no contesta. Ella prepara el puño para golpear nuevamente, pero a último momento titubea. Da un solo golpe, casi inaudible.

—Andresito…

Espera. Aguza el oído. Tal vez su hijo duerme, o salió sin avisarle. Da media vuelta y se dispone a retirarse. La voz de su hijo la frena en seco.

—¡¿Qué querés?!

—Andresito… —dice ella, volteándose de nuevo—. Tengo algo para vos…

Le habla a la puerta cerrada como si en ella viera el rostro de su hijo.

Otra vez el silencio. Sus facciones se contraen del dolor. Nunca sabe cómo actuar con su hijo. ¿Cuándo se convirtió su niño en este extraño?

—¡Pasá! —dice su hijo, finalmente.

Ella oculta el paquete tras de sí y abre la puerta.

El lugar parece más grande de lo que es por lo vacío que se encuentra. Es más despojado que mi departamento, incluso. No hay cuadros ni ningún elemento decorativo. No hay ventanas, Andrés las hizo tapiar para que nada interrumpiera el blanco impoluto de las paredes. El trabajo fue hecho tan concienzudamente, bajo supervisión estricta de él mismo, que es imposible adivinar dónde estaban ubicadas las aberturas. El piso, de porcelanato, también es blanco. El único mobiliario, si puede ser llamado así, es un cubo de madera laqueada, negro, colocado en el centro exacto de la habitación.

Sentado sobre él está Andrés —enorme: un metro noventa, ciento veinte kilos—, con otro cubo entre las manos, pequeño. Es similar a un Rubik, pero blanco y negro. Pasa gran parte del día encerrado, dándole vueltas a este artefacto. No trabaja, no estudia. Está cerca de cumplir los cuarenta años y sigue siendo mantenido por su madre. Su padre los abandonó cuando él era un niño pequeño.

La mujer entra a la habitación y se para frente a su hijo. Sonríe, aún con las manos detrás de la espalda.

Andrés no interrumpe lo que está haciendo.

La sonrisa de la mujer se va desdibujando.

—Hijo… —dice—. Te traje un regalo…

Sin dejar de manipular el rompecabezas, Andrés levanta la vista fugazmente y de nuevo se enfrasca en lo suyo.

—¿No querés ver lo que es? —dice la mujer después de un rato.

Andrés resopla. Deja caer los brazos pesadamente a los costados del cuerpo.

—Bueno, dale… —dice.

La mujer vuelve a sonreír, como si no percibiera en el rostro de su hijo la mueca de desdén, con algo de asco. Le tiende el paquete.

Andrés no lo toma. Sólo lo mira con una expresión de desagrado profundo. El Rubik bicromático resbala de su mano y rebota contra el piso. El recinto devuelve el eco del repiqueteo.

—¿Qué pasa, hijo?… —pregunta la mujer—. Es un libro… De un autor que te gusta… Abrilo…

Andrés le arranca el paquete de las manos. Lo sostiene ante sí, sin quitarle la vista de encima. Sus dedos aprietan cada vez más fuerte, hasta volverse blancos. Tiembla. Es un volcán por entrar en erupción. Estalla en un rugido.

—¡Tiene moño!

—¡Claro, hijo! —dice la mujer con voz lastimera—. ¡Es un regalo!…

—¡¿Cuántas veces te tengo que repetir que soy minimalista?! —grita Andrés, y clava en su madre los ojos fieros.

La mujer conoce ese gesto. Sabe que cuando su hijo la mira así, lo más conveniente es… correr.

Antes de alcanzar la puerta, recibe el impacto del paquete en la nuca. Un libro grande, pesado como un ladrillo. La caída de los gigantes, de Ken Follett, o alguno de la saga Canción de hielo y fuego.

Traumatismo de cráneo. Ocho días internada y un mes de reposo domiciliario.

Los moños no son minimalistas, ha aprendido la lección. Nunca la olvidará.