domingo, 19 de abril de 2015

LA GLORIA DE DIOS

La mujer del viejo Urdániz parió dos sirenitas. Mellizas. Dos niñas con las piernas pegadas.

La abuela de Alejandro, partera del pueblo, asistió a la mujer en el alumbramiento.

Cuando le mostraron a la primera niña, el viejo Urdániz permaneció en silencio. Al ver a la segunda, soltó una blasfemia.

Los Urdániz nunca habían sido muy sociables, pero a partir de entonces lo fueron menos. Pocas personas ajenas a la familia volvieron a pisar la casa.

Antes del año, las sirenitas aprendieron a desplazarse arrastrándose por el suelo. El viejo Urdániz las vistió con costales de harina y las llevó al patio del fondo. Las largó en la fosa en la que vivían los conejos. Allí se quedaron a vivir ellas también.

La abuela de Alejandro era vecina de los Urdániz. Sus patios lindaban. Siempre que Alejandro visitaba a su abuela y jugaba en el fondo, trataba de ver a las sirenitas. La ligustrina se lo impedía. Una esquina del alambrado estaba libre, pero allí su abuela le prohibía acercarse. Tenía que conformarse con escuchar.

Las sirenitas cantaban. Imitaban lo que sonaba en la radio que la gente de la casa apoyaba en la ventana. No sabían hablar. Graznaban, chillaban. Tangos, zambas, bagualas.

—Abuela…

—¿Qué, pichón?

—¿Cómo son las sirenitas?

—Son unas nenas preciosas. Muy bonitas de cara. De ojos grandes, azules como el cielo. Lo único que tienen feo son los dientes. Todos puntudos.

Una noche que Alejandro estaba de visita, vinieron a buscar a su abuela para que asistiera a una parturienta.

—¿Usted se puede cuidar solo, m’hijo?

—Claro, abuela. Yo me arreglo.

—Vuelvo en un par de horas y termino de cocinar. Si le agarra hambre, puede picar un poco de aquel salamín. Ahí tiene pan.

De modo que Alejandro sabía que su abuela no volvería antes de las once.

Tomó la linterna del cajón de las herramientas y salió al fondo de la casa. El chasquido de la puerta mosquitera de madera a sus espaldas lo sobresaltó. Con cautela, iluminando el camino, dirigió sus pasos hacia la esquina prohibida del alambrado.

Pudo ver el patio de los Urdániz sin interferencia. La luz de la luna se derramaba sobre la fosa de los conejos, cuadrada, extensa como una pileta. Sólo quedaba a oscuras un ángulo, cubierto por la sombra de la higuera. Allí se movían formas indefinidas. Apuntó con la linterna a ese sitio.

Un conejo. Otro.

Creyó ver algo que se arrastraba, alejándose de la luz. Apuntó en esa dirección.

Los ojos rojos de otro conejo.

Seguía pareciéndole que algo lograba eludirlo.

Giró el foco para agrandar el haz de luz.

Un chillido, demasiado cercano, le hizo soltar la linterna. No la necesitó para volver a la casa como un relámpago.